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Darío Fajardo Montaña
Durante el segundo semestre de 2004, Colombia y con ella la opinión internacional, asistieron a la puesta en escena de la “desmovilización” paramilitar en dos tinglados: la localidad cordobesa de Santafé del Ralito y el Congreso Nacional, con el acompañamiento de las instituciones oficiales de la “política social” y de los medios de comunicación. Aun cuando era de esperarse que los temas centrales de este intento de legitimación de la “política paramilitar”, constituidos por la reparación de las víctimas y la penalización de los victimarios serían razón de agudos debates, no han dejado de causar sorpresa las críticas posiciones de algunos dirigentes políticos cercanos al gobierno y junto con ellas el desencadenamiento de señales indicativas de un agrietamiento de proporciones importantes en el núcleo que rodea al poder presidencial.
En este contexto también hace parte la búsqueda de apoyo político y recursos que viene adelantado el gobierno nacional en escenarios internacionales con resultados desiguales, ya se trate del Congreso de los Estados Unidos, en donde cuenta con apoyo mayoritario o de la Unión Europea, cuyos ambiguos pronunciamientos no logran ocultar su distanciamiento frente a los excesos del paramilitarismo y a la sistemática violación de los derechos humanos que caracterizan el escenario político colombiano y de donde, en consecuencia, no logran salir los recursos ansiosamente buscados por el gobierno nacional.
Es acá en donde se ponen de relieve igualmente los temas de la justicia y la reparación, ligados a la exigencia de un referente legal que encuadre el proceso de la desmovilización paramilitar, temas centrales de la guerra. En efecto, a finales de los años noventa, poco después de iniciarse la denuncia pública sobre el desplazamiento forzado, a nivel nacional e internacional, los analistas señalaron las innegables relaciones de la expropiación violenta de tierras con la concentración de la propiedad para el desarrollo de proyectos agrícolas como los de palma africana, ganadería, la explotación de minerales, hidrocarburos o la instalación de grandes proyectos de infraestructura, viales o energéticas. Examinaremos en estas líneas las implicaciones entre esas relaciones y las bases alimentarias de las comunidades víctimas del destierro forzado.
Con una población de 45 millones de habitantes distribuidos en poco más de 1.139.000 km2, una densidad de 32,7 habitantes por km2 (IDEAM, 1998) y un área potencial para usos agrícolas de 14,3 millones de hectáreas (Corrales, 2002), 38,7 millones de hectáreas de bosques y recursos minerales aún considerables, Colombia presenta una relación potencialmente favorable en la ecuación “tierra-población”. Pesa en contra, sin embargo y en forma considerable, la gran concentración de la propiedad territorial, con un coeficiente de Gini superior al 0,80, frente a otros países que no superan el 0,50 (World Bank, 2004).
Esta relación “tierra-población” ha inducido a los estamentos más poderosos a aplicar sus fuerzas y las del propio estado para imponer un patrón de monopolización de la propiedad territorial y a someter a las poblaciones dominadas, ya sean comunidades indígenas, campesinas mestizas e indígenas y afrodescendientes, a diversas formas de explotación y extracción de rentas.
Uno de los estudios más sistemáticos sobre los conflictos agrarios en Colombia, elaborado por la historiadora norteamericana Catherine LeGrand (1988) hace evidente cómo la sociedad republicana surgida luego de las guerras de independencia, se forjó en torno a los conflictos por la apropiación de las tierras baldías, las cuales representaron para el Estado su principal activo fiscal, para los grandes comerciantes y terratenientes, fuente estratégica de rentas y para las comunidades campesinas, única fuente de supervivencia.
La apropiación fraudulenta de las tierras “baldías” y la imposición de rentas sobre campesinos y colonos fue elemento estructurador de las políticas agrarias y base para la formación de las economías exportadoras. El conflicto, nunca resuelto, se fundió luego con las contradicciones de las élites en torno a qué tipo de sociedad buscaban construir y a las pugnas por el control del estado, hasta el momento actual, cuando la solución del conflicto agrario se ha convertido en elemento definitorio de la viabilidad de la sociedad colombiana en su conjunto.
De manera complementaria, el estudio de los movimientos poblacionales durante las últimas décadas en Colombia, evidencia igualmente cómo ellos han estado ligados con procesos de “desarrollo” económico tales como el surgimiento de la agricultura mecanizada y la expansión manufacturera en la década de 1950. Esto fue posible tanto a la disponibilidad de capitales como a la existencia de una mano de obra “liberada” de lazos con la tierra como fueron los desplazados por el terror de las bandas armadas impulsadas desde el Estado, en la guerra que eufemísticamente se bautizó como “la violencia”.
Durante los años cuarenta y cincuenta el desplazamiento producido por la guerra, condujo a importantes núcleos campesinos a los frentes de colonización en donde miles de familias reconstruyeron sus formas de vida, en esa etapa renovada del despojo que se inició con la conquista. Se repetía la historia de las comunidades indígenas, atestiguada por el cronista Pedro Cieza de León durante la ocupación de sus territorios en el siglo XVI: “cuando los españoles los acorralan y queman sus hogares ellos se desplazan y construyen casas nuevas en cuatro días y siembran maíz que cosechan cuatro meses más tarde” (Palacio, 2004).
Las regiones más afectadas durante esa guerra civil fueron los departamentos de Antioquia, Caldas, Tolima, Valle, principalmente, en donde el terror sirvió de instrumento para la expropiación de tierras, el desplazamiento forzado de cientos de miles de personas y la destrucción de organizaciones populares. Estos procesos aportaron mano de obra migrante a las industrias textiles y de la confección, a los ingenios azucareros y a la expansión del arroz y del algodón, principalmente, en el marco de una acelerada concentración de la propiedad territorial.
La frustrada reforma agraria, propuesta en la ley 135 de 1961 fue sustituida por la política de colonizaciones que llevó a la expansión de las fronteras en la Sierra Nevada de Santa Marta, Urabá, Arauca, el Perijá, localidades de la costa del Pacífico y la Amazonía. En estas regiones, en donde fueron abandonadas miles de familias con la esperanza de apoyos estatales para su desarrollo que nunca llegaron de manera adecuada, fue precisamente en donde pocos años más tarde se implantarían los cultivos de hoja de coca y marihuana.
Durante los años ochenta y noventa la acción del narcotráfico se sumó al conflicto agrario resultante de la concentración de la propiedad, generando escenarios para el recrudecimiento de las confrontaciones armadas. Regiones que anteriormente habían permanecido relativamente marginadas de este conflicto, se convirtieron en los nuevos espacios de expansión del capital, de la mano de las plantaciones de banano y palma africana (Magdalena Medio, Urabá, Chocó, costa pacífica), de las empresas madereras, de los proyectos extractivos del petróleo (Arauca, Casanare, Meta) e hidroeléctricos (nororiente antioqueño) y de las demandas de tierras del narcotráfico para el lavado de activos.
La implantación de dos de estos renglones en particular, el banano y la palma africana ha estado ligada a formas de expropiación y explotación particularmente violentas, como lo demuestra su historia en la antigua zona bananera del norte del Magdalena y Urabá y de las plantaciones palmeras del Magdalena Medio, Cesar, Urabá, Chocó y sur del Pacífico (Bernal, 2004).
A su vez, la expansión de estas últimas ofrece gran similitud con lo ocurrido en otros países, como lo analiza un reciente estudio elaborado por la organización Human Rights Everywhere junto con la Diócesis de Quibdo (Mingorance et al., 2004), destacando la obtención de las tierras requeridas a muy bajos costos; “Las empresas no han dudado en apropiarse de manera ilegal de terrenos pertenecientes a minorías étnicas o pequeños campesinos, muy a menudo con la connivencia de los gobiernos que no han protegido a los legítimos propietarios o han permitido interpretaciones de la ley a su favor”. Añade el estudio: “En algunos casos los gobiernos mismos han autorizado expropiaciones de tierras sin una debida compensación con el argumento de la utilidad pública o han empujado cambios en las leyes de protección de las tierras de propiedad ancestral”, concluyendo: “Estas expropiaciones han causado consecuentemente el desplazamiento de los habitantes, a veces precedido o acompañado por la destrucción de sus pertenencias, su consiguiente proletarización y la pérdida de identidad cultural, especialmente por parte de grupos étnicos o minoritarios que, en muchos casos, por legislación nacional o internacional, los gobiernos tienen necesidad de proteger”.
Estas similitudes encuentran su explicación en el proceso original de acumulación del capital, como lo explica el historiador suizo Hans Binswanger en el estudio sobre las formas históricas de apropiación de la tierra que dirigió para el Banco Mundial, como base de una propuesta para impulsar reformas agrarias (Binswanger, 1995). Este trabajo acoge una hipótesis central de la teoría marxista sobre la acumulación originaria del capital, de acuerdo con la cual las expropiaciones de tierras contra pequeños y medianos campesinos en distintas sociedades y en particular dentro del capitalismo, ha sido un mecanismo recurrente para imponer la extracción de rentas y controlar la fuerza de trabajo. Dicho de manera simplificada, la tierra se concentra para controlar la gente, para desposeerla y forzarla a pagar rentas o vender su fuerza de trabajo como su único medio de subsistencia.
En nuestro caso particular y como lo evidencian los casos del Chocó, Urabá y Tumaco, la aplicación del terror muchas veces estatal, para ahuyentar a las comunidades es seguida por la tala indiscriminada de los bosques y la implantación de cultivos de coca (Arocha, 2005). Esta situación sirve de pretexto a las fumigaciones aéreas con impacto directo sobre los cultivos de pancoger de las comunidades y de justificación para reversar los títulos colectivos, de acuerdo con el artículo 33, capítulo VIII del Decreto 2664 de 1994.
Debe señalarse que estos escenarios dominados por el terror paramilitar, los combates entre la fuerza pública y las guerrillas y las fumigaciones sobre cultivos de coca, amapola y sobre el pancoger de colonos y campesinos en la Amazonia, las cordilleras y el sur de la costa del Pacífico, han contribuido a generar los nuevos desplazamientos que hoy elevan a más de tres millones de personas el total de víctimas del destierro forzado.
En la actualidad, al igual que en los años cincuenta y en todos los anteriores escenarios de esta larga historia del despojo, las comunidades campesinas fueron las principales víctimas de la guerra. En esa época las acciones terroristas impulsadas particularmente desde el Estado, condujeron, de una parte al ya mencionado engrosamiento de la oferta laboral y de otra, a cambios apreciables en la estructura de la propiedad. Eduardo Umaña Luna, Orlando Fals Borda y Germán Guzmán Campos, autores del estudio La Violencia en Colombia (Mingorance et al., 2004) o Catherine LeGrand (LeGrand, 1988), informan sobre las miles de fincas que cambiaron de manos como resultado de presiones y asesinatos; en el caso del departamento del Tolima, por ejemplo, las estadísticas de algunas zonas cafeteras (Absalon, 1977) evidencian la sustantiva disminución de pequeños predios a favor de los medianos y grandes, todos estos hechos parte de una sostenida agresión contra la propiedad parcelaria.
No obstante, ya en los años ochenta la ampliación de la frontera agrícola y la generalización espacial de la guerra han limitado la posibilidad de las colonizaciones de períodos anteriores, obligando a buena parte de los desplazados de hoy a reubicarse en las grandes ciudades. En ellas, los desterrados encuentran grandes restricciones, derivadas de las restricciones en la cobertura de servicios y de un mercado laboral estrangulado por una baja inversión y por la “flexibilización laboral” con la que el régimen intenta proporcionar mayores incentivos al capital, disminuyendo la retribución al trabajo, lo cual incide en el bajo crecimiento de la demanda de bienes, lo que ha extendido la crisis económica iniciada a comienzos de la década pasada. El efecto inmediato ha sido el incremento de la pobreza y la indigencia y, como lo señalan estudios de Naciones Unidas, una vulnerabilidad alimentaria que afecta a mas del 80% de la población desplazada.
Las descripciones de los hechos de entonces y las de los de ahora reiteran los componentes de la agresión: amenazas, asesinatos selectivos, masacres, destrucción de cosechas y ganados y finalmente la huída de los sobrevivientes en extenuantes marchas acompañadas por el hambre y el terror, reducidos a personas aisladas o familias incompletas y, en general, comunidades desarticuladas.
Esta ha sido la historia, repetida en la marcha de los campesinos de Villarrica hacia 1955, escapando de los bombardeos militares por las selvas de la Galilea y nuevamente en la huída del Cacarica en los noventa, en la que al lado del terror ha generado el hambre, creando situaciones como las vividas en los años sesenta y setenta por algunas comunidades indígenas del Cauca que, por efectos de los desplazamientos y del despojo de sus tierras, perdieron también parte de sus tradiciones agrícolas, incluyendo sus materiales genéticos.
A esta historia de violencia y desarraigo se añade ahora el tema de las fumigaciones aéreas contra los “cultivos ilícitos”. Esta práctica, no contribuye a reducir la oferta de narcóticos sino que se inscribe más bien en la panoplia de la guerra contrainsurgente, cuyo objetivo es restar bases reales o supuestas a la insurgencia y de allí su acción directa contra los cultivos de pancoger, con lo cual se promueve la expulsión de las comunidades.
La transición histórica de las economías recolectoras, cazadoras y pescadoras nómadas hasta las comunidades sustentadas en la agricultura, ha implicado el acopio de conocimientos adquiridos por la experiencia o la transmisión sobre los espacios más favorables para su estabilización. Estos conocimientos comprenden la familiarización con las plantas y animales, sus ciclos de vida, los comportamientos climáticos, las características de otros componentes de esos espacios como las aguas, los minerales, etc., los cuales, valorados e interpretados en función de las necesidades de las comunidades, adquieren el carácter de recursos. Su disponibilidad y apropiación como medios de vida puede encaminarse a la satisfacción de esas necesidades o a su intercambio por otros bienes requeridos con otras comunidades. Esta es la historia de la formación y transformación de los asentamientos humanos.
En el terreno de la alimentación, el conocimiento, la disponibilidad o el intercambio de las plantas, animales y otros bienes y de las técnicas para su adecuación a los requerimientos nutricionales, constituyen las bases de la seguridad alimentaria. La adaptación a nuevos ambientes de especies animales y vegetales, la experimentación, el conocimiento, el aprovechamiento y la multiplicación de especies, la transmisión y el enriquecimiento de la tradición en el aprovechamiento de especies para atender la alimentación, las necesidades medicinales y del culto, así como los intercambios de bienes y conocimientos, es parte de sus vidas y fuente de su supervivencia como colectividades.
Así, la historia de nuestras comunidades, ya sean ellas de origen precolombino, mestizas o afrodescendientes, es la historia de grupos humanos que en distintos momentos han construido esos conocimientos como parte de la construcción de sus espacios de vida, han acumulado experiencias a través de la familiarización con las particularidades de sus entornos y han elaborado e interpretado esos recursos como parte de sus culturas y patrimonios como medios de vida. En consecuencia, cuando las comunidades son sometidas al destierro, una parte de esta “pérdida del territorio” implica la pérdida de sus bases alimentarias. La guerra contra las comunidades víctimas del desplazamiento les genera entonces, la pérdida de sus tierras, viviendas, de sus recursos y potenciales productivos; de otra parte conlleva su debilitamiento social, la pérdida de sus vínculos y sus organizaciones, de sus relaciones de intercambio: este es el significado de la pérdida del territorio.
Por otra parte, la expansión del capital y su apropiación de los recursos ya sea a través de las guerras o de otras formas de imposición, genera el despojo de las comunidades y esta ha sido también la historia de la ocupación de nuestro territorio, en particular desde la conquista europea a finales del siglo XV. Así, desde ese entonces se hizo particularmente evidente la utilización del despojo de las bases alimentarias como instrumento para el control de las comunidades; en las innumerables quejas y denuncias que hacían los voceros de las comunidades indígenas en la sociedad colonial, era recurrente la destrucción de sementeras, bosques y viviendas como parte de las estrategias para someter a las poblaciones aborígenes a los tributos y expropiarlos de sus tierras y demás bienes.
Las difíciles condiciones de vida en las áreas rurales, agravadas por la ampliación del conflicto armado a la casi totalidad del territorio nacional, hacen que la mayor parte de la población desplazada rechace la posibilidad de retornar al campo y, en particular a sus lugares de origen. Estas circunstancias conspiran entonces contra la posibilidad de construir la seguridad alimentaria de la población más pobre, ya se trate de sectores urbanos o de los desplazados de origen rural. La vulnerabilidad alimentaria de las poblaciones desplazadas, agravada por las condiciones económicas ya anotadas de los medios urbanos, es una consecuencia asociada directamente con la pérdida de su territorio.
Una de las propuestas colocadas actualmente frente al tema de la “desmovilización paramilitar” es la reparación de las víctimas, tarea que conlleva obligatoriamente la acción del Estado y de la sociedad para restaurar y mejorar las condiciones y calidad de vida de las poblaciones afectadas por el desplazamiento forzado. De acuerdo con las consideraciones anteriores y teniendo como referencia estudios recientes patrocinados por la Contraloría General de la República, en el caso de las comunidades campesinas, afrodescendientes e indígenas, no se trataría entonces de entregarles algunas parcelas en fincas del interior; se trata de garantizar el regreso a sus territorios, con garantías reales para reconstruir las vidas de estas comunidades y mejorar sus accesos a los servicios y bienes que ellas estimen necesarios (Fajardo, 2000).
Una plena reparación, como se desprende de las consideraciones más ajustadas al derecho de los pueblos, estará sustentada en la eliminación definitiva de las relaciones que dieron origen al paramilitarismo, no se trata simplemente de la “desmovilización” de sus agentes armados, ni de sus entronques con las autoridades civiles y militares con las que han mantenido colaboración estrecha, ni de ofrecer algunos lotes a los desplazados en calidad de “reparaciones”. Se trata de superar el sistema de relaciones políticas y sociales que hacen de la violencia y de la apropiación y concentración de la tierra fuentes lícitas de riqueza y poder político. En este nuevo contexto político será posible facilitar a las comunidades, en condiciones de equilibrio y equidad, la construcción de sus proyectos de vida y de sus vínculos regionales, nacionales e internacionales en los términos sociales, económicos, políticos y culturales resultantes de sus propias necesidades.
– Absalon, Machado C. 1977. El café. De la aparcería al capitalismo, Punta de lanza, Bogotá.
– Arocha, Jaime. 2005. “Desterrar afrocolombianos para patentar chontaduros”, UN Periódico, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá.
– Bernal, Fernando. 2004. Crisis algodonera y violencia en el departamento del Cesar, Cuadernos del PNYD, Bogotá.
– Binswanger, Hans, et al. 1995. “Relaciones de producción agrícola, poder, distorsiones, insurrecciones y reforma agraria”, Revista Nacional de Agricultura, SAC, Nos. 912-913, Bogotá.
– Corrales, Eloy, R. 2002. Sostenibilidad agropecuaria y sistemas de producción campesinos, Cuadernos Tierra y Justicia, ILSA, Bogotá.
– Mingorance, F. et al. 2004. El cultivo de la palma africana en el Chocó. Legalidad ambiental, Territorialidad y derechos Humanos. Diócesis de Quibdó y Human Rights Everywhere. Bogotá.
– Fajardo, Darío M., Tierra, poder y reformas agraria y rural, Cuadernos de Tierra y Justicia, ILSA, Bogotá, 200.
– IDEAM. 1998. El medio ambiente en Colombia, IDEAM, Bogotá.
– Legrand, Catherine. 1988. Colonización y protesta campesina en Colombia 1850-1950, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá
– Palacio C., Germán. 2004. Civilizando la tierra caliente. La supervivencia de los bosquesinos amazónicos, Comunican S.A., Bogotá.
– World Bank. 2004. Colombia Land Policy in transition.
[1] Darío Fajardo Montaña: FAO. famoda77@etb.net.co
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