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Ricardo Vargas M.
De acuerdo con un estudio del Banco Mundial las guerras que comenzaron luego de la década de los ochenta, tienden a prolongarse tres veces más que aquellas que se iniciaron antes. El caso colombiano, como se observa, es una excepción a esa conclusión. De manera general, al alargarse estas guerras, una mayor cantidad de países tienden a involucrarse en ellas. En esa prolongación, lo que se prueba es una tendencia a su autosostenibilidad, reproduciéndose las condiciones que airean el mismo conflicto2. Sin embargo, la sostenibilidad que el mismo conflicto reproduce no está sólo relacionada con las fuentes económicas que se depredan para los fines de la guerra, sino que, como se argumentará, las mismas políticas de seguridad estatal contribuyen a generar, tal vez sin proponérselo, nuevas condiciones que propagan el conflicto.
¿Resulta válido el actual esquema de tratamiento del conflicto armado, en el sentido de que la recuperación de la soberanía en zonas marginales que están sirviendo de área de repliegue de las guerrillas, pasa por la presencia armada del Estado, para luego sí establecer programas sociales y económicos como mecanismo de legitimación?3.
El presente artículo busca problematizar la afirmación que subyace en la pregunta, argumentando que la búsqueda de la derrota estratégica de las guerrillas, pasa por una redefinición del tratamiento social, económico y cultural de las zonas marginadas del país y sobre todo aquellas del sur de Colombia.
Las zonas marginales como las poblaciones donde terminaron por asentarse los procesos de colonización en la amazonía colombiana, se caracterizan de manera general por:
1. Una baja capacidad de presencia estatal del orden nacional y regional.
2. Una gran debilidad de los gobiernos municipales para el ejercicio de funciones que contribuyan a empoderar la vida local. Tal situación se refleja en la baja cobertura y calidad de la educación, débil estructura de salud, infraestructura de vías y sistemas de comunicación terrestre precaria, etc., todo lo cual termina sustrayendo a las regiones de la posibilidad de inversiones de capital, generación de empleo y un crecimiento económico sostenible.
3. Una presencia de estructuras económicas extractivas con una alta capacidad de depredación del medio ambiente y baja capacidad de retención de excedentes para la región: extracción irracional de maderas, recursos naturales y en general, prácticas productivas en contravía al potencial de uso de los suelos.
4. Una presencia significativa de economías ilegales de la coca, contrabando, comercio de armas e insumos importados ilegalmente para el procesamiento de sustancias ilícitas.
5. Como consecuencia de lo anterior, se generan condiciones estructurales para el dominio de territorios fundado en dinámicas ilegales (narcotráfico) que se han hecho más complejas en la medida en que se profundizó la simbiosis entre la guerra y economía ilegal, haciendo que, o bien grupos paramilitares involucrados con narcotráfico o guerrillas bajo la misma situación, sean los poderes reales de amplias áreas de las zonas marginales.
De este modo la vida económica, social, cultural y política local queda condicionada a la dinámica ilegal que determina el flujo de dineros en estas áreas, signada por la simbiosis funcional con las organizaciones armadas que reproducen el ciclo económico ilegal y buscan su empoderamiento a través el control político local de alcaldías, concejos y en general de las estructuras de gobierno locales. A través de ellas se amplían negocios ilegales basados en la institucionalización de la corrupción, como se ha venido constatando entre otros, en la manipulación de contratos para subsidiar los servicios de salud y en general, en el control de actividades propias de la gestión municipal.
Principalmente a través de:
1. Las fumigaciones indiscriminadas de cultivos ilícitos.
2. El incremento de la presencia de una fuerza de policía militarizada y de tropas de las fuerzas armadas, cuando, para este último caso, se trata de zonas estratégicas frente a la dinámica del conflicto.
3. Esporádica y muy marginalmente, a través del apoyo a pequeños proyectos casi siempre con una baja cobertura en relación con el tamaño y dimensiones del problema social y económico regional. Estos proyectos son casi siempre de iniciativa de algunos núcleos sociales del nivel local sobre todo de la iglesia.
Cuando las fuerzas armadas y de policía ingresan a dichos territorios en nombre de la recuperación de la soberanía estatal, difícilmente pueden llegar a incidir sobre las estructuras ilegales posicionadas en dichas áreas. Si bien, se trata en diversas zonas de un problema de connotaciones criminales, dichas estructuras ilegales se retroalimentan de aquellas condiciones de marginalidad existentes. En efecto, en el marco de las acciones militares y de policía hacia dichas zonas, se puede llegar hasta la construcción de una infraestructura de seguridad que permita la presencia permanente de los agentes de la fuerza estatal e incluso, garantizar el desarrollo continuo de un control sobre el trasiego de la materia prima ilegal o sustancias procesadas. Pero las posibilidades de revertir esas condiciones de marginalidad a través de un cambio en las actividades económicas ilegales, no aparece como un propósito inicial de la misma estrategia.
Las fuerzas de seguridad inician entonces un proceso de desgaste político que es capitalizado por los grupos insurgentes y que se plasma en los siguientes hechos:
1. Si la gente vive del comercio ilegal y se desarrollan acciones de control del tránsito de esas mercancías, esto incide sobre la llegada de capitales compradores que sostienen la demanda de materia prima como la pasta básica de coca. Los habitantes de la zona son los que en primera instancia sufren la dificultad de la venta de la mercancía y si a esto se agrega la destrucción de los cultivos que generalmente se hace de manera indiscriminada, resulta afectada en su autosuficiencia alimentaria y en sus ingresos mínimos. Mucha gente se mantiene en la zona a costa de una disminución de sus estándares de vida, de una mengua peligrosa de los artículos básicos de la canasta familiar, lo cual redunda sobre un incremento de su vulnerabilidad a enfermedades tropicales por una fuerte disminución de sus mecanismos de defensa. Tal hecho se refleja en un incremento de los índices de morbilidad sobre todo en la población más joven.
2. A ello se agrega el fuerte impacto social de las medidas de control sobre el desplazamiento de alimentos y medicinas que desarrollan las fuerzas de seguridad, a través de los retenes de vigilancia sobre la circulación de bienes y de población, desde las cabeceras municipales a los poblados o sitios de residencia rurales.
3. Se genera así una asociación entre el incremento del deterioro de las condiciones de vida y la “presencia del Estado” que es capitalizada por los grupos insurgentes que representan el status quo antes de la llegada de la “representación estatal”. Los equilibrios funcionales entre el narcotráfico y la insurgencia, trascienden sobre la estructuración de un orden que incide y regula la vida “normal” de la población civil.
4. Una vez desordenadas las estructuras de funcionamiento de la ilegalidad por las fumigaciones y retenes, los poderes ilegales trasladan el grueso de la producción y procesamiento de materia prima a otros sitios y establecen un nuevo orden que permita el reacondicionamiento de los circuitos ilegales.
5. En general, el status quo establecido para la marcha de la cadena ilegal no implica que se favorezca a la población civil, sino que genera una estructura de funcionalidad a la cual se adapta esa población. Así por ejemplo, los niveles de sobre-explotación que narcotráfico y guerrillas o narcotráfico y grupos paramilitares adelantan sobre la población civil involucrada en las dinámicas de funcionamiento de las economías ilegales, son alarmantes. A modo de muestra, la congelación de precios de compra de la PBC durante ciclos largos por parte de las guerrillas –quienes sustituyeron a los intermediarios del narcotráfico (comisionistas) en el nivel local– mientras por otro lado, se elevan los costos de producción, conducen a una apropiación forzosa del valor agregado que se genera en las chagras campesinas. Se establece una sobre-explotación aprovechada por grupos insurgentes y por el narcotráfico, haciendo funcional esas estructuras, a los poderes locales o al capital comprador que viene desde fuera de la región.
La comunidad por su parte debe resistir calladamente a esa situación, porque no hay alternativas productivas y mucho más si su existencia está condicionada y regulada a un marco de control y seguridad por parte de las estructuras armadas ilegales, bien sea por la fuerza regular o por las implacables estructuras de información y control (milicias) establecidas en cada poblado.
En otras palabras, el status quo creado alrededor de la economía ilegal es funcional a los poderes armados y por otro lado, si se desordena el marco ilegal funcional controlado por esos grupos irregulares (bajo el actual modelo de la política de seguridad), también se capitaliza políticamente esa situación en contra del Estado. Este es pues, un círculo vicioso que la actual política de drogas y seguridad democrática no ha identificado con claridad. Difícilmente se puede plantear una ganancia estratégica del Estado bajo estas condiciones, a no ser que se busque la destrucción total de estas zonas, lo cual tampoco será posible, ya que se contribuirá a generar nuevos ciclos de retroalimentación del conflicto en las zonas marginales, lo que quiere decir, la imposibilidad de conseguir una derrota estratégica de los grupos insurgentes.
La guerra como conductora de las propuestas de desarrollo regional es una pésima consejera4. En el caso del sur-oriente de Colombia –principal escenario de la actual ofensiva militar– se debería privilegiar una mirada estratégica de desarrollo para la amazonía, basadas en sistemas de información óptimos y que permitan establecer las fortalezas reales en términos de su potencial biogenético, el racional aprovechamiento de sus recursos, el ordenamiento de las ocupaciones demográficas que carecen de una perspectiva por fuera de la ilegalidad, el peso específico de las comunidades indígenas y su contribución al ordenamiento territorial, etc.
Mientras el Estado no tenga claridad estratégica sobre este territorio, difícilmente podrá consolidar su presencia más allá de mantener y con un alto riesgo, estructuras armadas que se desgastarán al no contar con el apoyo de la población civil.
Justamente aquí se encuentra el punto nodal de la estructuración de paquetes como el Plan Colombia. Si por un lado, para el Estado colombiano el problema principal es la derrota física, armada de las guerrillas y de otro, para el gobierno de los Estados Unidos el problema es reducir la oferta de drogas, y hoy, experimentar un nuevo campo para la lucha antiterrorista, el contexto es muy inseguro. En otras palabras, la estrategia estatal de control soberano de territorios marginales se hace política y socialmente insostenible.
De este modo el marco de interpretación del fenómeno de las drogas se ha movido de sus parámetros iniciales. Y no sólo eso, sino que está siendo objeto de decisiones cuya racionalidad está dejando de ser la del “fenómeno de las drogas” como tal, para pasar a obtener una significación en el marco de la guerra antiterrorista5.
Al ser redefinidas las drogas como factor de financiación de los grupos terroristas, no se establece tampoco una diferenciación de las condiciones sociales y económicas que en muchos casos están en la base de su producción, buscando el desarrollo de estrategias que acaben su existencia, por la poco expedita vía de la fuerza. En ese contexto, las decisiones de política se sustraen de consideraciones conceptuales sobre la racionalidad de la estrategia antidrogas, de los alegatos sobre la oferta y la demanda sino que, sencillamente, se trata de evitar a como dé lugar, el empoderamiento económico y militar de las organizaciones que han entrado en las listas de terroristas de Estados Unidos.
Las implicaciones de este nuevo escenario empiezan a ser relevantes, como en el caso del nuevo protagonismo asumido por el Departamento de Defensa de Estados Unidos y que a su vez trasciende sobre el relajamiento de los condicionamientos de la ayuda militar, incluyendo el tema de derechos humanos en el interior del Congreso6.
En esa confluencia de los intereses de Washington y Bogotá, no aparece la formulación de políticas específicas para un tratamiento adecuado en términos de región, de las zonas marginales dentro de la Amazonia colombiana. Ambas estrategias carecen de claridad en ese sentido. O tal vez sea más perceptible la funcionalidad geopolítica que Washington ve en la conformación de estructuras de seguridad para la amazonía, en términos de rol de seguridad regional que pueda desempeñar un país como Colombia que tiene una conexión de esta área con el Pacífico (ventaja de la cual carecen Brasil, Bolivia y Venezuela). Así mismo, posee límites con una porción significativa de países cuya estabilidad está en ciernes, sobre cuyo eventual desbordamiento es necesario generar propuestas preventivas como una extensión de la doctrina del Assuring Access in Key Strategy Regions o como extensión de la nueva estrategia de la Forcible Counterproliferation adelantadas en el contexto de la lucha en las denominadas zonas grises “grey zone” capitalizables por el terrorismo7.
En el marco de la actual estrategia de seguridad, uno de los retos importantes que se plantea allí es cómo llenar esos vacíos de soberanía. Pero el aspecto fundamental para Estados Unidos es que, conocedor de las relaciones de causalidad entre el empoderamiento terrorista y los problemas sociales, económicos, de corrupción y la falta de gobernabilidad por parte de los Failed States o espacios locales, no puede esperar a que esos problemas se resuelvan (se requieren soluciones de muy largo plazo y para ellos, la amenaza no da espera) sino que busca extirpar de entrada a los actores armados catalogados como peligro para los intereses de Estados Unidos8. Los intentos de soluciones a través de la ayuda (cooperación) y esfuerzos dirigidos a la construcción de nación, no dan pues muestras de servir para superar esas situaciones.
Como correlato el terrorismo ha dejado de ser del ámbito de la aplicación de la ley law enforcement para pasar a constituirse en un fenómeno que debe ser tratado en términos de guerra9.
Visto este contexto, se estará avanzando en la concreción de las ideas de seguridad de Washington pero a un costo muy alto en el reconocimiento de los intereses de Colombia sobre la Amazonia y que deberían plasmarse en el desarrollo de estrategias pensadas desde su importancia en términos de recursos genéticos estratégicos para el avance de la investigación científica, la producción de recursos y conocimientos para la vida futura de la humanidad y por tanto, el reconocimiento al ejercicio real de un poder soberano.
La intervención del Estado en las zonas marginadas hacia la recuperación de su control debe darse simultáneamente en términos económicos y sociales junto con las acciones de fuerza. La ausencia de planes de desarrollo junto con la destrucción previa de la economía ilegal de la cual depende la población civil, genera un vacío estructural que puede ser nuevamente capitalizado por la insurgencia en términos de la creación de estructuras de seguridad que terminan neutralizando el intento estatal para recuperar su soberanía. La articulación de sectores de la población civil como parte de las estructuras de información y seguridad de la insurgencia, genera una ventaja estratégica que aísla a las fuerzas estatales, impidiendo su consolidación como soporte del orden institucional.
En efecto, las condiciones de precariedad económica y ausencia de política social en escenarios marginales, sometidos a ofensivas estratégicas de orden militar, se vuelve contra las mismas pretensiones estatales. Veamos algunos aspectos en esa dirección:
1. El modelo del accionar de fuerza dirigido contra la economía local y regional genera de entrada una situación de incertidumbre, hambre y precariedad cultural, en donde la misma insurgencia puede penetrar políticamente con mayor ímpetu, articulando esa situación hacia un incremento de su capacidad de control del territorio.
2. El tratamiento indiscriminado del Estado de la población civil frente al cultivo de la coca, presiona a sus cultivadores a ser tratados como parte de una estructura de financiación terrorista que se vuelve del mismo modo contraproducente. Esta constituye una mirada unilateral y no siempre objetiva. La misma apropiación violenta de la plusvalía generada por el cultivador hacia las finanzas de la insurgencia, resulta legitimada ante la acción de fuerza del Estado. Sin que pueda catalogarse la insurgencia como “protectora” de los cultivadores, el Estado crea las condiciones para que los colonos sean tutelados a través de mecanismos jerárquicos y autoritarios en las zonas marginales por la misma insurgencia, que capitaliza política y militarmente el vacío generado por el modelo de intervención del Estado.
3. De este modo las eventuales ganancias militares resultan afectadas por la imposibilidad de controlar el territorio en términos de su población la cual, como se observa, resulta condicionada por el tipo de interpretación ideológica que desarrolla la insurgencia.
4. Con ello se crean barreras adicionales para un empoderamiento del poder local. Al acentuarse la crisis, la debilidad local resulta profundizada por la presencia de nuevas situaciones que las finanzas municipales de estas áreas son incapaces de atender: desplazamiento forzoso hacia las cabeceras municipales; destrucción de la base económica local sin que se puedan generar dinámicas de reconversión productiva en el corto plazo; agravamiento de la crisis alimentaria; incremento del desempleo y disminución del ingreso con eventuales incrementos de la inseguridad de la población.
5. Este marco debilita la base sobre la cual el Estado tiene el interés de recuperar su soberanía. A esta situación deben agregarse los problemas estructurales (deficiencias del sistema de justicia, gobernabilidad, etc.) todo lo cual se revierte en contra de las mismas pretensiones estratégicas conducidas por la guerra.
De allí pues que la consigna, “primero la conquista militar, luego lo demás” es altamente contraproducente y se revierte contra las pretensiones mismas de una ganancia estratégica y construcción de soberanía por parte del Estado.
[1] Sociólogo. Director de Acción Andina Colombia y Associate Fellow de Transnational Institute. rivarme@colomsat.net.co
[2] Sebastián Mallaby The reluctant imperialist: Terrorism, Failed States and the case for American Empire en Foreifn Affairs, March/April 2002
[3] Este modelo se consigna también en diferentes documentos del Departamento de Estado de los Estados Unidos. Véase por ejemplo: US Department of State, International Narcotics Control Strategy Report, Marzo de 2003
[4] Véase un buen ejemplo de esa deficiencia en: Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural “Desafíos y oportunidades energéticas de la agricultura tropical: el aporte de Colombia”, septiembre de 2004, Bogotá.
[5] De allí que los balances sobre la estrategia antidrogas, principalmente en el hemisferio, que se sustraen a esta nueva connotación, resultan rebasados ampliamente por las dinámicas de la simbiosis de las drogas y la guerra.
[61] Véase por ejemplo LAWG, CIP y Wola, “Diluyendo las divisiones” septiembre de 2004, Washington.
[7] Eric V. Larson, Derek Eaton, Paul Elrick, Theodore Karasik, Robert Klein, Sherrill Singel, Brian Nichi poruk, Robert Uy, John Zavadil Assuring Access in Key Strategy Regions Rand Corporation, 2004. Así mismo Joanne M. Fish, Samuel J McCraw, Critopher J. Reddish “Fighting in the Gray Zone: A stratgy to close the preemption gap”, september 2004.
[8] Joanne Fish y otros, ibídem.
[9] Sebastián Malaby, Ibídem.
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