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Con su tesón, visión estratégica y acciones de influencia, las mujeres rurales han logrado en Colombia importantes avances en el reconocimiento formal de sus derechos, sin embargo las medidas concretas de política púbica son aún escasas.
En Colombia viven más de cinco millones de mujeres rurales, la mitad de las cuales subsisten en condiciones de pobreza. Son mujeres campesinas, indígenas y afrodescendientes, que con su esfuerzo diario sostienen sus hogares y aportan a las frágiles economías campesinas. Ellas son las primeras en levantarse y las últimas en acostarse. En su interminable jornada de trabajo atienden los huertos y animales de patio, se ocupan del hogar, recogen y cargan la leña y el agua, cuidan de niños y mayores y asisten a reuniones comunales. También asumen tareas clave en la actividad agrícola familiar, como la siembra, la producción de abono, el control de plagas y malezas, la cosecha o la elaboración de harinas, quesos y conservas; además acuden a vender al mercado y a menudo complementan los ingresos familiares con otras ocupaciones (casi siempre informales) fuera del hogar.
Las actividades del cuidado ocupan gran parte de su tiempo y limitan sus posibilidades de formarse o acceder a un empleo remunerado. Relegadas al ámbito del hogar, incluso cuando se ocupan de tareas agrícolas con alto valor económico, su trabajo se considera una extensión de las labores domésticas y no es reconocido como actividad laboral. Y aun siendo esenciales para la sobrevivencia familiar, la cohesión social y el bienestar comunitario, todas estas funciones quedan invisibilizadas en las estadísticas nacionales que sistemáticamente subestiman su participación en el empleo, su aporte a los ingresos familiares y su papel en la economía.
La agenda de incidencia de las mujeres rurales colombianas se ha mantenido a lo largo de los últimos años en torno a una serie de demandas compartidas por el colectivo de mujeres y construidas a partir de amplios procesos participativos. Pese al importante logro de haber llegado a influir sobre el Plan Nacional de Desarrollo, la mayoría de sus propuestas aún siguen pendientes de ser atendidas.
La desigualdad estructural y la exclusión que limitan su acceso a recursos, su autonomía económica y la posibilidad de participar en la vida pública se asienta sobre tres dimensiones que deben ser abordadas conjuntamente: la cultural, por medio del reconocimiento; la económica, por medio de la redistribución y la reducción de la carga de trabajo no remunerado; y la política, por medio de la participación. Por ello las mujeres rurales colombianas proponen soluciones en estos tres ámbitos, con medidas afirmativas y transformadoras articuladas en seis esferas de acción.
Las poblaciones campesinas son especialmente vulnerables a los impactos del cambio climático. Su subsistencia depende estrechamente de los recursos naturales, pues sus pequeñas explotaciones carecen de sistemas de riego y suelen encontrarse en zonas de ladera, en altitudes elevadas o en zonas inundables, donde ya se dejan sentir los efectos de las alteraciones ambientales. Las mujeres rurales más pobres - cerca de dos millones y medio de mujeres colombianas - son las más expuestas, pues son las responsables de suministrar los alimentos y el agua en sus hogares.
Los cambios extremos en temperaturas y precipitaciones agravarán los problemas de sequía y desertificación, puesto que se ha alterado el equilibrio de los ecosistemas, se ha reducido la disponibilidad de agua y aumentado las afectaciones por plagas y enfermedades. Todo ello incrementa los costes de producción y pone en riesgo la sostenibilidad de los frágiles medios de vida de los pequeños productores y productoras. De seguir así las tendencias, se prevé que para el año 2050 se habrán perdido el 80 % de los cultivos y más del 60 % del área cultivada del país.[1]
A los efectos del cambio climático se suman la minería, la agroindustria y los megaproyectos que incrementan la vulnerabilidad de los ecosistemas y de las comunidades, provocan desplazamientos de la población, contaminan el aire y las fuentes de agua y destruyen la biodiversidad. Entre los años 2000 y 2014 se multiplicaron por seis las exportaciones de minerales e hidrocarburos, y su peso en las exportaciones totales pasó un 43 % a un 65 %,[2] profundizándose un modelo extractivista e insostenible. Las concesiones mineras a menudo se otorgan sin respetar el obligado proceso de consulta a las comunidades afectadas, ni siquiera en el caso de los pueblos indígenas y comunidades afrodescendientes, los cuales tienen derecho a una consulta previa, libre e informada según el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT).[3]
Pese a algunos avances en la formulación de políticas públicas sobre cambio climático, su nivel de implementación ha sido bajo por falta de recursos y por la escasa voluntad política estatal para asumir los desafíos.[4]
Por ejemplo, se calcula que si se promoviese la adopción de prácticas agroecológicas podría duplicarse la producción de alimentos en una década, mejorando así los medios de subsistencia y la seguridad alimentaria en regiones extensas.
La concentración de la propiedad de la tierra está en la raíz del conflicto armado colombiano y es uno de los puntos clave aún por resolver en el camino hacia la paz. El Censo Nacional Agropecuario 2015 – el primero después de 45 años - constata el reparto extremadamente desigual de la propiedad de la tierra, agravado por la expansión de la agricultura industrial a gran escala, los proyectos energéticos y la extracción minera. Los datos revelan que el 0,4 % de los propietarios acaparan el 65 % de la tierra en propiedades de más de 500 hectáreas en el área rural dispersa, mientras que el 71 % de los pequeños productores y productoras (con fincas inferiores a cinco hectáreas) apenas manejan el 2,4 % del área total y la mayoría no cuenta con seguridad jurídica.[5] De cada diez hogares rurales, seis no tienen ningún acceso a la tierra.[6]
La violencia en el marco del conflicto armado ha expulsado de sus tierras a casi seis millones de personas, principalmente familias campesinas, indígenas y afrodescendientes.[7] Como resultado, se calcula que en los últimos veinte años resultaron despojadas al menos 6,6 millones de hectáreas (equivalentes al 13 % de la superficie agropecuaria nacional), agudizando “el histórico atesoramiento de la tierra en manos de terratenientes, narcotraficantes, paramilitares y grandes empresarios”.[8]
Las mujeres manejan explotaciones significativamente más pequeñas que los hombres. El 74% de las unidades productivas dirigidas por mujeres son inferiores a 5 hectáreas, frente a un 62% en el caso de las explotaciones que manejan los hombres. Tanto mujeres como hombres acceden a la tierra principalmente a través de la propiedad (un 74 % de las explotaciones en el caso de las mujeres y un 75 % en el caso de los hombres).[9]
Las causas de la brecha de género en el acceso a la tierra son diversas. Por un lado, en la adjudicación de tierras estatales las mujeres han sido sistemáticamente marginadas: el 60 % de los terrenos baldíos se han entregado a hogares encabezados por un hombre, frente a un 40 % de hogares encabezados por una mujer.[10] Por otro, las prácticas patriarcales hacen que los trámites de compra-venta o arriendo de tierras los realicen los hombres, por lo que es muy común que las mujeres no figuren en los títulos o registros de propiedad: en 2013 apenas el 27% de los títulos se emitieron a nombre de mujeres. Esta falta de control sobre la propiedad de la tierra impide a las mujeres decidir libremente qué y cómo producir, socava su autonomía económica y además restringe su acceso al crédito y la asistencia técnica. En el caso de mujeres retornadas, quienes no aparecen en los títulos de propiedad quedan excluidas de los procesos de restitución de tierras.
Acceder al capital es imprescindible para que las mujeres puedan desarrollar su potencial y alcanzar la autonomía económica. Existe una brecha de género en el acceso a medios de producción, tales como la maquinaria, pues apenas el 13 % de las explotaciones manejadas por mujeres en áreas rurales dispersas disponen de maquinaria (menos de la mitad que los hombres).[11]
Pero las oportunidades de obtener un crédito, ya de por sí escasas para los pequeños productores (sólo el 5,2 % de los hogares rurales tienen acceso al crédito agropecuario[12]) son casi nulas en el caso de las mujeres. Entre 2005 y 2011 se dieron cerca de 140.000 operaciones de crédito a pequeños productores, de las cuales apenas el 0,5 % se orientaron a mujeres rurales.[13] Además del escaso presupuesto asignado, existen barreras que impiden a las mujeres acceder al crédito institucional, entre ellas los excesivos requisitos, el coste de los trámites, el limitado tiempo para su cumplimiento y el hecho de no tener en cuenta las particulares condiciones del medio rural.
El Estado colombiano no asigna suficientes recursos para atender las necesidades de las mujeres rurales y la cobertura de los programas es muy deficitaria. Por citar un ejemplo, el Programa Mujer Rural del MADR entre 2011 y 2013 apenas brindó asistencia al 0,18 % de las mujeres rurales en situación de pobreza.[14] Para dar respuesta a la necesidad de acceso a financiación, en 2002 fue creado el Fondo de Fomento para las Mujeres Rurales (FOMMUR) como una cuenta especial del MADR. Su objetivo consiste en apoyar programas, planes y proyectos que consoliden la participación social y económica de las mujeres rurales y sus organizaciones.[15] Pero doce años después de creado este fondo, todavía no ha comenzado a operar.
Las mujeres rurales colombianas asumen una triple jornada de trabajo que incluye actividades de cuidado del hogar, actividades laborales fuera del hogar y participación en asociaciones comunales y vecinales. En promedio dedican más de ocho horas al día a actividades no remuneradas (una hora más que las mujeres urbanas) frente a las tres horas que dedican los hombres.[16]
Un estudio realizado por Oxfam en el área rural muestra cómo las mujeres rurales dedican el doble de horas que los hombres a las tareas del cuidado y trabajan más horas al día cuando se incluyen las labores del cuidado y el trabajo remunerado fuera del hogar.[17] Pese a tratarse de un bien social imprescindible, las cuentas nacionales no reconocen el valor económico de las actividades del cuidado, un trabajo que, de ser remunerado, equivaldría al 19,3 % del PIB nacional, superando a las exportaciones (que representan un 16,3 % del PIB).[18]
En el caso de hogares sin acceso adecuado a energía, agua potable o alcantarillado – una situación frecuente en el ámbito rural - estas tareas demandan mucho más tiempo y esfuerzo y suponen una sobrecarga de trabajo que limita las posibilidades de acceder a un empleo, estudiar o descansar. También tienen consecuencias para la salud, como las afecciones respiratorias que aquejan a las mujeres que utilizan cocinas de leña.
La participación de las mujeres en la política y los espacios públicos de toma de decisiones sigue siendo muy desigual respecto a los hombres. Pese a que desde el año 2000 la ley establece un mínimo de participación femenina del 30 % en los órganos de decisión del poder público,[19] esta cuota se incumple sistemáticamente a nivel territorial. Las mujeres están ausentes en las estructuras donde se decide acerca de las políticas, planes, programas y proyectos que las afectan directamente. Y cuando se las invita a participar no suelen tener una función decisoria sino meramente testimonial.
El ámbito rural no es una excepción. La institución rectora de los asuntos agrarios, el Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural, no ha logrado incorporar satisfactoriamente la perspectiva de género en su accionar, lo que ha significado una atención poco acertada de las demandas y necesidades de las mujeres rurales. La mayoría de los funcionarios y funcionarias desconocen la normativa que protege los derechos de las mujeres rurales y no han sido sensibilizados ni capacitados al respecto.
Por otro lado, este ministerio no cuenta con un sistema de información y rendición de cuentas que permita conocer cuál es la situación de las mujeres rurales en materia de acceso a la tierra y otros activos productivos, su participación en las actividades agrícolas o su acceso a sistemas de extensión o servicios de crédito. Los datos no se presentan desagregados por sexo, están fragmentados, son escasos y desactualizados.
Distintos factores institucionales, culturales y políticos dificultan la inclusión y el reconocimiento de las mujeres y se manifiestan, entre otras cosas, en la ausencia de programas con perspectiva de género, la falta de presupuesto público orientado a sus necesidades, la insuficiente normativa que garantice la adecuada representación de las mujeres y las prácticas clientelares en las instituciones. Por ejemplo, el Programa Mujer Rural fue diseñado y planificado sin tener en cuenta las visiones y propuestas de las mujeres rurales ni de sus organizaciones en los territorios.
Que el MADR desagregue la información sobre ejecución de recursos por tipo de productor (pequeño, mediano y grande) y por sexo, para garantizar el seguimiento y evaluación de las políticas públicas dirigidas a las mujeres rurales.
La movilización en torno a objetivos comunes ha permitido a las mujeres rurales influir sobre el Plan Nacional de Desarrollo 2014 - 2018, introduciendo el inciso (h) del artículo 107 y el artículo 232, los cuales obligan al Estado colombiano a crear una Dirección de la Mujer Rural, desarrollar una política pública integral de forma participativa, y adoptar las medidas necesarias para dar cumplimiento a la Ley 731 de 2002 o Ley de las Mujeres Rurales. Este importante logro ha sido el resultado de un esfuerzo de largo plazo, en el cual las mujeres rurales han fortalecido sus capacidades para participar activamente en los espacios de decisión y situar sus demandas en la agenda política.
Algunos factores clave que lo han hecho posible son:
Se trata de un proceso en desarrollo, a lo largo del cual han ido madurando las propuestas y se han ido tejiendo las alianzas en base a objetivos de incidencia muy específicos. Uno de los principales retos consiste en generar un consenso aún mayor, manteniendo la diversidad al tiempo que se construyen territorialmente propuestas más específicas que atiendan las particularidades sociales y étnicas de cada colectivo.
Otro reto es lograr que la igualdad legal se traduzca en una igualdad real, pues hasta ahora la existencia de leyes y documentos de políticas no ha garantizado su cumplimiento. Se requiere que las mujeres rurales ejerzan una presencia mayor en los espacios de control político y presupuestario, para forzar a que el Estado ponga en marcha acciones efectivas y asigne la necesaria dotación presupuestaria, fundamentalmente, en los consejos departamentales de planeación y en el comité interinstitucional que se ocupa de dar seguimiento a la reglamentación y desarrollo de la Ley 731, y en el cual participan organizaciones de mujeres rurales a través de las mesas temáticas de seguimiento a la aplicación de la Ley.
En definitiva, se trata de que las mujeres rurales puedan vivir en el campo dignamente. Se ha dado un paso muy importante al influir sobre el Plan Nacional de Desarrollo, y ahora lo que toca es hacerlo realidad. Para ello se necesita una articulación de las mujeres rurales que se mantenga activa, fuerte y amplia, que sea capaz de hacerse oír y exigir al gobierno colombiano que cumpla con sus obligaciones para avanzar en igualdad hacia la paz y el desarrollo.
Documento elaborado para Oxfam por Arantxa Guereña a partir de las propuestas del espacio de articulación de las mujeres rurales y los aportes de Gloria Montoya. Programa Igualdad y Desarrollo Territorial de las Mujeres Rurales.
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