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La combinación de políticas favorables a la importación masiva de bienes subsidiados en los países de origen con políticas restrictivas para el trasiego de productos y semillas tradicionales en los países periféricos, en aplicación de las políticas de liberalización comercial y en particular de los tratados de libre comercio, al tiempo que se mantienen los privilegios para los productores de los países exportadores ha resultado en el empobrecimiento de los productores y en una mayor desorganización de los mercados alimentarios. Para el conjunto de las sociedades sometidas a estos procesos ha significado la pérdida de sus capacidades para generar su abastecimiento alimentario y su conversión en economías importadoras de alimentos crecientemente controlados por grandes corporaciones transnacionales. La imposición de estas políticas en nuestro país ocurre en condiciones de atraso económico y técnico de la producción, representadas en los desequilibrios de la distribución de la propiedad agraria y de los recursos fiscales, la cual se expresa en la disposición insuficiente de infraestructuras viales y de riego, inadecuada asistencia técnica para los productores, elevados costos del crédito así como la ausencia de la representación política de los campesinos.
Estas decisiones han profundizado el debilitamiento y destrucción de las agriculturas de pequeños y aún medianos campesinos productores de alimentos, el desmantelamiento de sus relaciones sociales comunitarias, la pérdida de sus territorios, incluyendo sus patrimonios genéticos y, en general, su empobrecimiento. Su reemplazo lo ha provisto la importación de alimentos de inferior calidad así como el establecimiento de sistemas agrícolas, sustentados en tecnologías no necesariamente deseables para la producción de agroexportables. Estas circunstancias han sido evidenciadas en Colombia por las recientes movilizaciones agrarias y por sus resonancias en medios urbanos, en medio del clamor por la paz.
El apoyo de los gobiernos a sus agricultores tiene una larga trayectoria determinada por el papel estratégico de los alimentos, en particular, como uno de los soportes fundamentales de las sociedades. Esta trayectoria responde a la naturaleza misma de la agricultura dada su sujeción a las condiciones climáticas y a los cambios inesperados que se producen en ellas, a los riesgos de carácter biológico (enfermedades), conflictos armados y posteriormente a las condiciones comerciales de los bienes agrícolas resultantes de las relaciones de poder entre los países centrales y los periféricos. Estos apoyos se han expresado en la proliferación de ayudas de distinto orden para los productores agrícolas y contemplan ayudas directas e indirectas. Dentro de las primeras se cuentan pagos directos a los productores para compensar pérdidas en los precios de los productos, compensaciones para reducir las áreas sembradas y mantener los precios, tasas de interés preferenciales, condonaciones de deudas y renegociaciones de las mismas, subsidios a las exportaciones y beneficios tributarios.
Dentro de las ayudas indirectas estarían comprendidas las transferencias gubernamentales a entidades de desarrollo científico y tecnológico para impulsar innovaciones beneficiosas para la producción y la comercialización de bienes agrícolas. En los marcos del comercio agrícola internacional estas ayudas permiten que los precios se mantengan por debajo de sus costos de producción (“dumping”), generando efectos negativos para los productores de los países que los importan. De acuerdo con el experto Timothy A. Wise de la Universidad de Tufts (Estados Unidos), los países desarrollados han otorgado a sus agriculturas cerca de US$300 mil millones anuales. Gracias a esa política de ayudas las empresas Cargill y Archer-Daniels Midland, la primera de ellas ya familiar en Colombia gracias a sus compras ilegales de tierras, controlan el 70% del mercado del maíz en los Estados Unidos, país que ha exportado este cereal a un precio entre 20 y 35% menor de sus costos de producción .
Desde posiciones ventajosas y en el marco de la supremacía norteamericana, los grandes estados surgidos a partir de la posguerra vienen ganando posicionamientos dentro de la geopolítica mundial que expresan y afianzan las relaciones de poder entre las naciones y bloques de naciones poderosas y los países dependientes. Aliados con las grandes empresas transnacionales, han impuesto arreglos comerciales (tratados) sobre los países dependientes a través de los cuales les “reordenan” su producción, induciendo el desmantelamiento de la agricultura proveedora de alimentos induciendo su importación, al tiempo que reconfiguran su comercio exterior, ampliando la participación de agroexportables. Las políticas de apoyo a la agricultura en los Estados Unidos surgieron a mediados de la década de 1930 como respuesta a la depresión y la gran sequía iniciada a principios de esos años. Terminada la guerra y ante las necesidades de la Europa devastada la dinamización del aparato productivo norteamericano ocasionada por el esfuerzo bélico encontró el escenario favorable para desatar un masivo proceso de inversiones, el cual fue canalizado a través del Plan Marshall para adelantar la reconstrucción y captura del mercado resultante. Un ámbito favorecido por esta iniciativa fue la agricultura, beneficiada por las compras estatales de excedentes según lo establecido en la ley 480 de 1954 (PL480), lo cual protegía los precios para los productores norteamericanos al tiempo que proveía las necesidades alimentarias de los nuevos socios europeos. Una vez recuperadas estas economías y ante los riesgos de una dependencia alimentaria así creada, a mediados de la década de 1950 tanto la Comunidad Europea como Japón comenzaron a aplicar políticas de protección a sus agriculturas, sustentadas en iniciativas de distinto orden, entre ellas instrumentos aduaneros y subsidios a la producción.
Estas iniciativas han sido complementadas gradualmente a través de asignaciones para el desarrollo científico y tecnológico de la agricultura, traducido en la configuración de sistemas tecnológicos estimulados por los propósitos de elevar la producción y reducir sus costos, los cuales se complementan parcial o totalmente con la financiación aportada por las grandes empresas transnacionales. A mediados de los años setenta, algunos de estos desarrollos científicos y tecnológicos configuraron la “revolución verde”, uno de cuyos resultados fue la articulación de la industria del petróleo a la producción agrícola por la vía de la incorporación de insumos derivados de los hidrocarburos. Introducidos en la agricultura mundial, en nuestro caso a través de los programas de desarrollo rural integrado impulsados por el Banco Mundial, comenzaron a generar preocupación en los Estados Unidos previendo afectaran negativamente sus posibilidades de exportaciones alimentarias. En estas nuevas circunstancias el poder norteamericano incluyó a la agricultura dentro de las políticas comerciales dominantes. Jugando con las lógicas del “libre mercado” y la “competitividad” instaladas en las tecnocracias los países dependientes impuso la creencia de que “todos los países resultarán ganadores si se especializan en los rubros de exportación para los cuales tienen ventajas comparativas de corto plazo, a la vez que adquieren del exterior los bienes y servicios que no pueden producir a más bajo costo domésticamente”, invisibilizando su ingreso a los mercados con costos de producción altamente subsidiados.
Los países adheridos a estas regulaciones las incorporan en medio de las condiciones establecidas desde sus propias estructuras de poder. En nuestro caso el núcleo de los grandes empresarios, importadores y exportadores y propietarios de tierras actuantes a través del estado han orientado el establecimiento y aplicación de las leyes y demás normas de los planes de desarrollo siguiendo tales directrices en las políticas de asignación del gasto público para la agricultura y el comercio, aplicándolas según sus intereses. Esta lógica explica la persistencia de la baja tributación de los predios rurales, una y otra vez denunciada por distintos autores, el velo de impunidad tendido sobre las usurpaciones de tierras y el freno sistemático a la restitución de tierras, la ausencia de control estatal sobre el cumplimiento de las normas laborales y la “captura” de los recursos públicos por parte de empresarios relacionados con el desarrollo de bienes agrícolas que contarían con supuestas ventajas competitivas pero que a la postre solamente han propiciado beneficios personales (ley 1133 de 2007, “Agro Ingreso Seguro”).
A ello se añaden las normas sobre consumo obligatorio de mezclas para favorecer la comercialización de agrocombustibles que, por sus costos de producción derivados del atraso del país, no compiten en los mercados externos (leyes de combustibles: 629 de 2000, 603 de 2001, 939 de 2004). De acuerdo con un informe de FAO de 2009 , los costos de producción en Colombia resultan más elevados que en las economías de sus competidores Malasia en Indonesia. Según Fedepalma, con una tasa de US$1 a COP$ 2.000 en 2008, el costo de producción de la tonelada de aceite de palma promedio pasó de USD$379 a USD$ 618 entre 2003 y 2007, a lo que se añadían los costos de transporte. Reporta este informe que para uno de los principales productores de palma en los llanos orientales “cuesta más el transporte interno hasta los puertos de exportación de la Costa Atlántica (USD $ 55 por tonelada) que el valor del transporte marítimo a Europa (USD $ 51 por tonelada).
Ante estas condiciones el Estado colombiano ha optado por mantener ayudas de distinto tipo para los grandes empresarios en lugar de impulsar la transformación del campo colombiano a través de acciones que conduzcan a su modernización (desconcentración de la propiedad con la consiguiente reducción de los costos de la tierra, dotación de infraestructura y transporte de beneficio general y no selectivo, fortalecimiento de los sistemas de investigación y transferencia de tecnología igualmente de beneficio general, etc.). Adicionalmente la puesta en marcha de las normas derivadas del TLC con los Estados Unidos ha profundizado la aplicación de normas que a más de proporcionar plena seguridad jurídica a las inversiones externas, blindándolas contra denuncias por conductas delictuosas contra los trabajadores o el medio ambiente, profundizan la usurpación de bienes culturales como son las semillas tradicionales y su trasiego . Esta condición, dispuesta para imponer la comercialización de insumos controlados por las empresas transnacionales, fue denunciada por el documental 9.70, cuya autora ha sido perseguida por las autoridades luego del impacto causado en el ámbito del “paro agrario” de agosto de este año.
La imposición de la liberalización comercial en el marco del régimen político vigente, a más de destruir a las economías que generan el abastecimiento alimentario ha profundizado sus desequilibrios sociales y económicos. Las iniciativas privatizadoras sobre los dominios de lo público, a más de debilitar la ya mermada institucionalidad del sector agrario ha agravado la concentración de la propiedad agraria, en particular durante los años posteriores a 2000 .
El proceso, al tiempo que pone en jaque las reducidas posibilidades de estabilización territorial campesina en los bordes de la frontera agraria con la eliminación práctica de la Unidad Agrícola Familiar (UAF) pone a disposición de las transnacionales las tierras baldías de la nación. La convergencia de los efectos del sistema agroalimentario mundial con los del acumulado histórico del régimen político, económico y social colombiano, ha hecho de la construcción de un ordenamiento social y político para la democratización de la sociedad una tarea urgente e ineludible. Este acumulado se ha traducido en una de las guerras de mayor duración en los tiempos recientes, capaz de afectar ya no solamente a nuestra sociedad sino también de poner en riesgo la estabilidad de nuestra región. Sus recursos públicos, convertidos en el patrimonio de unos pocos, han de convertirse en instrumento para alcanzar el bienestar de toda la nación.
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