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La Corte Constitucional dio su veredicto sobre la constitucionalidad de la ley que crea las Zonas de Interés de Desarrollo Rural, Económico y Social (Zidres)[1]. Su decisión era crucial para el campesinado colombiano. En sus manos estaba decidir si avalaba un modelo de desarrollo para el campo con profundas implicaciones para la concentración de la tierra, el modo de producción agraria, el sujeto campesino y el ordenamiento del territorio. En esta oportunidad, contrariando su propia jurisprudencia, la Corte se puso del lado de los empresarios de la agroindustria y del gobierno nacional. Declaró que las Zidres son una figura que respeta la Constitución, dando vía libre a un modelo que transformará profundamente el campo y la vida campesina en las próximas décadas.
Que las Zidres tengan aval constitucional tiene serias implicaciones para las luchas populares en Colombia. Las prácticas de acaparamiento de tierras, de despojo, de servidumbre y desplazamientos por proyectos de desarrollo agroindustrial vienen siendo denunciadas por el campesinado durante décadas, pero ahora serán avaladas y fomentadas por la ley. El poder de lo que está legitimado jurídicamente es lo que está en el centro de la discusión. Por ello es importante entender cómo se llegó a dicha declaratoria y lo que ello nos dice sobre el papel del derecho y del Estado en la profundización de un modelo de desarrollo neoliberal para el campo.
Para considerar que las Zidres respetan la Constitución, la Corte partió de dos ficciones. La primera consistió en dividir las tierras del Estado en dos grupos: el primero compuesto por las tierras que serían aptas para desarrollar programas de reforma agraria, y que en consecuencia podrían ser adjudicadas a los campesinos. El segundo grupo compuesto por tierras que requieren altos costos de adaptación para garantizar su productividad, y que en consecuencia no podrían ser adjudicadas al campesinado. El primer grupo sería el de las “tierras buenas” y el segundo el de las “tierras malas”, parafraseando la manera como, en sus valiosos salvamentos de voto, los magistrados Calle y Palacio presentaron el absurdo al que llegó la Corte[2].
La segunda ficción consiste en considerar que las Zidres solo tendrán lugar en el segundo de los grupos, el de las “tierras malas”, y que por ello no habrá una competencia entre las tierras, pues las primeras seguirán siendo para los campesinos y las segundas serán para los empresarios que tengan el capital para hacer productivas las “tierras malas”. De ahí que la Corte considere que las Zidres serán una figura excepcional, una figura que no será aplicada en todo el territorio nacional y que solo afectará unas áreas específicas.
Si la ficción es una invención, veamos qué fue lo que inventó la Corte. El corazón de la ley que crea las Zidres consiste en cambiar la legislación agraria (Ley 160 de 1994) para permitir que empresarios del agro puedan adquirir tierras que, bajo dicha normatividad, no podían adquirir (tierras del Estado, conocidas como baldíos, que debían ser adjudicadas exclusivamente a campesinos) y que además puedan acumularlas (adquirir tierras por encima de los topes legalmente establecidos para evitar concentración de la tierra cuando ésta tuviera antecedente de baldío). Las Zidres promueven un cambio de destinación de esas tierras, porque son aquellas que los empresarios interesados en la agroindustria necesitan y no habían podido adquirir, o lo habían hecho fraudulentamente. Por ello, uno de los aspectos más importantes que la Corte debía resolver consistía en definir si el destinatario de dichas tierras debía seguir siendo el campesinado, en aras de garantizar los pocos esfuerzos existentes en materia de reforma agraria, o si permitía que dichas tierras fueran entregadas en concesión (arrendamiento) a las corporaciones.
Para no abordar dicha discusión, que tenía una sola respuesta posible en términos constitucionales, pues la Corte ya había garantizado reiteradamente la destinación de esos bienes para la población campesina, la Corte creó la ficción de las dos tierras, las buenas para los campesinos y las malas para los empresarios. La ficción reside en que, tanto en lo material como en lo jurídico, tal división no existe. Los baldíos son un solo grupo de tierras, jurídica y materialmente hablando. La Corte además pasó por alto que sobre las “tierras malas”, que serán apropiadas por el empresariado, pesan un sinnúmero de conflictos sobre su titularidad y uso. En la actualidad hay campesinos y campesinas sobre dichas tierras, que se encuentran disputando justamente su titularidad, bien sea porque el Estado no se las ha adjudicado (debiendo haberlo hecho), porque los despojaron violentamente de ellas o porque los despojaron mediante distintos mecanismos de fraude ampliamente denunciados en la opinión pública.
Así las cosas, las supuestas tierras malas, improductivas, que los empresarios vendrían a ayudar a producir, son en realidad tierras buenas, habitadas por poblaciones campesinas, indígenas y afrodescendientes que exigen su adjudicación, pues son más que aptas para desarrollar proyectos de economía y de vida campesina. La invención de la Corte mostrará su cara más oscura cuando la realidad ponga en evidencia que las tierras que los empresarios quieren para las Zidres son todas, las buenas y las supuestamente malas, las tierras en disputa, y que la excepcionalidad se habrá convertido en regla[3].
La delimitación del territorio para la acumulación de capital no es algo novedoso. Lo que sí es relativamente reciente, por lo menos en el contexto colombiano, es el uso de la excepción como figura político-jurídica para la demarcación y administración del espacio con el objetivo de favorecer intereses corporativos. La declaración jurídica de vastas zonas del territorios como “zonas especiales” para una actividad económica específica (minería, agronegocio, turismo, entre otras) es uno de los usos más recientes de dicha excepción. En estos casos, la excepción funciona como la figura que permite la delimitación de un espacio que será excluido de la normatividad general, para crear en él una nueva regulación favorable a quienes tienen intereses económicos sobre el mismo.
Tradicionalmente entendemos la excepción como una figura que permite la suspensión del derecho en aras de garantizar el mantenimiento del orden legal y constitucional vigente. Pensemos, en concreto, en la figura del estado de excepción, el cual se alega bajo razones que se suponen objetivas y también excepcionales (como cuando hay estado de guerra o grave perturbación del orden público). El reconocido filósofo Giorgio Agamben, quien ha dedicado parte de su trabajo al análisis de dicha figura para entender la manera como funciona el poder en las sociedades contemporáneas, ha advertido que dicha excepción se ha convertido en regla, afirmando que el estado de excepción se ha convertido en la técnica de gobierno por excelencia, mediante la cual se crean todas las condiciones legales que le permitan a dicho poder –el poder soberano– tomar control sobre la vida de los ciudadanos[4].
Para algunos autores, dicho análisis es valioso pero limitado, pues no tiene en cuenta contextos en los que el neoliberalismo es un factor a tener en cuenta en el análisis del poder. Es así como argumentan que el neoliberalismo ha transformado las relaciones entre el poder soberano y la territorialidad, pues los espacios requeridos para la implementación del modelo deben ser configurados en lugares en los que el mercado sea quien administre pueblos y territorios. Es por ello que la espacialidad de la soberanía resulta central para entender la naturaleza del poder en la actualidad. Esta es la tesis de algunos autores que, como Aiwa Ong y David Whyte, se han ocupado del estudio conjunto de dos categorías: la excepción y el neoliberalismo[5].
Los autores argumentan que la excepción ha servido, especialmente en países del sur global, para promover y establecer una normatividad afín a intereses corporativos. El análisis de Ong es especialmente relevante para la figura de las Zidres. Para esta autora, la excepción es invocada por el poder soberano para crear espacios requeridos para la acumulación de capital, así como para aplicar técnicas de gobierno sobre dichos territorios y sobre las vidas contenidas en ellos. La excepción opera tanto para incluir como para excluir, suspendiendo un territorio particular de las reglas que operan en el resto del territorio nacional, y creando nuevas y especiales reglas para el lugar que se encuentra en excepción. Se trata de territorios que están bajo excepción económica.
Las Zidres son un buen ejemplo de excepción corporativa o económica, pues se trata de una figura que crea territorios para promover la agroindustria con base en un cálculo netamente neoliberal, en donde operan reglas especiales que están hechas para favorecer el modelo económico que se quiere implementar dentro de ellos. Por fuera operarán otras reglas, de manera que quienes quieran regirse por lo que dice la ley deberán incorporarse al territorio en excepción y al modelo contenido en él, so pena de quedar excluidos. La inclusión favorece a unos (los empresarios y corporaciones, para quienes está hecha) y tendrá altos costos para otros (los campesinos y campesinas), quienes serán excluidos por no ser aptos para el desarrollo, que es el discurso bajo el cual se invoca la excepción, o serán incluidos siempre y cuando decidan asociarse con los empresarios agroindustriales acatando las reglas bajo las que se regirán dichos territorios.
La figura de la asociatividad, mediante la que operará la inclusión, es la que crea las condiciones de la excepción. Sin decirlo directamente, la Corte comparte la tesis del gobierno nacional y de los empresarios de la agroindustria, consistente en que la economía campesina no es productiva, razón por la cual decide excluir al campesinado de la política de desarrollo, o incluirlo pero mediante la asociatividad, figura que, como bien reconocieron los magistrados que salvaron el voto, se acerca a expresiones propias de la servidumbre como el terraje o el contrato de aparcería.
Nos enfrentamos a un nuevo ciclo del despojo, en el que cada vez cobra más fuerza el derecho como dinamizador de la violencia. Asimismo nos enfrentamos a un nuevo ciclo en la Corte Constitucional, que con esta sentencia nos deja ver lo que podemos esperar de la jurisprudencia del tribunal, cada vez menos cercana a la ampliación de derechos y garantías y más cercana a intereses corporativos. Con las Zidres como ley, y como política avalada constitucionalmente, nos enfrentamos entonces al poder que tiene el derecho para presentar como legal algo que en realidad es injusto, y nos enfrentamos a nuevas e innovadoras formas de gobernar el espacio y los territorios. Si la clave para entender cómo funciona el poder corporativo se encuentra en la espacialidad de la soberanía, la clave para configurar la resistencia, como bien lo viene demostrando el movimiento social popular, puede hallarse en el afianzamiento de la territorialidad como centro de la disputa y en la también innovadora forma de usar la política y el derecho para ejercer su defensa.
Artículo publicado en www.colombiainforma
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