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Darío Fajardo M[1].
A pocos días de concluir el año 2006, ante las amenazas que se ciernen sobre los asentamientos campesinos del Sumapaz representadas en la “Ley de Aguas” y siguiendo una vieja tradición local de buscar en la ley apoyo a sus demandas, los raizales de la región repasan con precaución un curioso apartado de la ley 160 de 1994, su capítulo XIII, dedicado a la colonización. En él se expone la figura de las “zonas de reserva campesina”, planteada por el escritor Alfredo Molano a partir de las propuestas que elaboraran los colonos de la Serranía de La Macarena, con sus tradiciones y experiencias vividas en rincones de nuestras vegas, montes y cordilleras y que fuera aplicada experimentalmente por unos cortos años, en medio de las presiones de la guerra. Veremos en estas notas algunos elementos centrales de la ley, sus antecedentes históricos y algunos pormenores de sus primeras prácticas.
Las fuerzas sociales que llevaron a la adopción de esta figura cuentan con una larga historia que hunde sus raíces en la formación de primeras comunidades campesinas dentro de la sociedad colonial. La prolija investigación de Martha Herrera[2] sobre el ordenamiento político y territorial de la Nueva Granada da cuenta de cómo se registra en la historia de diferentes lugares de nuestras sabanas costeras, nuestros llanos y los venezolanos la existencia de “rochelas”, nombre que se daba a lugares en los que se refugiaban los indígenas tributarios que querían eludir tanto el pago del tributo como cualquier otro tipo de control por parte de los blancos y donde muchas veces convivían con gentes de otras etnias también fugitivos del control colonial. Igualmente figuran en esta tradición de resistencia al orden colonial los “palenques” (o “quilombos”, como se les denominara en el Brasil colonial), nombre que se diera a los asentamientos de esclavos fugitivos y en donde se refugiaran igualmente indios y otros insumisos.
En la historia republicana de nuestra costa caribe, Orlando Fals Borda recoge las expresiones de la resistencia campesina contra el régimen de tributos impuesto por los hacendados, consolidadas en los “baluartes” del Sinú. Unos años más tarde, durante los años de “la violencia” de los cincuenta y sesenta del siglo pasado, algunas comunidades campesinas asediadas por las tropas gubernamentales y las bandas que las auxiliaban, debieron buscar refugio en aisladas localidades cordilleranas para reorganizar sus economías; poco después sus adversarios las calificaron como “repúblicas independientes” y luego como “colonizaciones armadas”, con lo cual se pretendió y ha pretendido justificar su arrasamiento por parte de fuerzas oficiales.
Algunas de las comunidades supervivientes de estas experiencias habrían de trasladarse luego a las colonizaciones espontáneas o a las dirigidas por el estado para afrontar las condiciones que habrían de precipitar la implantación de los cultivos ilícitos y los conflictos que se manifestarían a mediados del decenio de 1990.
La vieja demanda campesina por la tierra, en condiciones estables y en donde se permita a las comunidades desarrollar sus iniciativas productivas, organizativas y de interlocución con los que se ha llamado la “sociedad mayor”, vino a abrirse paso contradictoriamente en medio de una ley destinada a implantar el mecanismo del “mercado de tierras” como sustituto neoliberal a una reforma agraria efectiva.
En esta ley se ordenó específicamente que la acción del Estado tuviera en cuenta “las reglas y criterios sobre ordenamiento ambiental territorial, la efectividad de de los derechos sociales, económicos y culturales de los campesinos, su participación en las instancias de planificación y decisión regionales y las características de las modalidades de producción” (artículo 79, capítulo XIII). A no dudarlo, la coexistencia de estas orientaciones contrapuestas y los desarrollos posteriores de la ley tienen su explicación en las características de la sociedad colombiana y en la propia coyuntura en la que se expidió la norma, como veremos a continuación.
Como cualquiera otra pieza jurídica, esta ley tuvo su origen en circunstancias económicas y políticas que requerían soluciones ante determinados problemas y refleja equilibrios particulares de las fuerzas sociales en escena. En el caso de la sociedad colombiana, prácticamente cada uno de los muchos momentos de tensión en su ordenamiento político ha ido acompañado por propuestas para replanteamientos jurídicos de su ordenamiento agrario.
Esta característica sin duda se explica por la presencia de inconsistencias aún no resueltas, que continúan entrabando el desenvolvimiento económico y social del país y que, como en el caso de la propiedad agraria, ejercen su influencia en amplias esferas del orden social.
Unos cuantos ejemplos ilustran esta observación: es el caso de la coyuntura reformadora del gobierno de Alfonso López Pumarejo, cuando se intentó una modernización social y jurídica para poner a tono al país con las nuevas condiciones de la economía mundial, haciéndose necesario transformar entre otros órdenes, el régimen de la propiedad agraria y las relaciones laborales, escenario para la promulgación de la Ley 200 de 1936. La alianza coyuntural de fuerzas interesadas en las reformas no logró prevalecer y al cabo de pocos años, en una nueva coyuntura se impusieron las tendencias regresivas que habrían de expresarse de manera arrolladora durante la guerra de la década de 1950.
Finalizadas las fases mas sangrientas de este conflicto se abrió paso una coyuntura de tenues reformas y como parte de ellas fue aprobada la ley 135 de 1961, representativa para Antonio García de las “reformas agrarias marginales”. Este débil esfuerzo sucumbió con el “acuerdo de Chicoral” de 1974, en el que empresarios, Estado y dirigentes políticos tradicionales cerraron la puerta al reparto agrario, proponiendo como alternativa las colonizaciones de las tierras mas alejadas.
Los limitados alcances de un desarrollo económico sin mercado interno, consecuencia de una elevada concentración de los ingresos y la propiedad, sin redistribución de los ingresos y políticas laborales regresivas, generaron una extendida marginalidad social, que resultó en la creciente pérdida de sostenibilidad del régimen político. Las crisis políticas subsiguientes fueron acompañadas por distintos intentos de apaciguamiento dentro de los que no faltó un acuerdo entre gremios y campesinos para una nueva reforma agraria, prontamente escamoteado con la ley que introdujo parcialmente el procedimiento del “mercado de tierras” como sustituto de la reforma agraria (Ley 30 de 1988). A pesar del terror generado por la práctica de una política de asesinatos selectivos de dirigentes populares, la profundidad de la crisis hizo impostergable una reforma constitucional, plasmada en la Carta de 1990.
No es nuestro propósito adelantar el análisis de este proceso, pero basta decir que los alcances reales de la reforma constitucional quedaron muy atrás de las expectativas de equidad económica y política requeridas por el país. Para reiterar una constante de las coyunturas de crisis, dentro del bloque de reformas hizo presencia de nuevo la reforma agraria, ahora mas ajustada a la política del Banco Mundial al introducir abiertamente el mercado de tierras como sustituto de la acción redistributiva del Estado.
Las circunstancias políticas del tránsito hacia el nuevo gobierno abrieron espacio a una “concesión” a intereses populares, esta vez representados por los colonos y expresada en la inclusión de las reservas campesinas. Fue necesaria, sin embargo que los interesados hicieran presencia vigorosa en el escenario nacional para que la figura no quedara como “letra muerta” y su reglamentación la hiciera aplicable.
A mediados de 1996, el país transitaba por una de las más prolongadas crisis económicas de su historia reciente. La súbita aplicación de políticas comerciales aperturistas sobre una agricultura afectada por condiciones monopólicas de propiedad de las tierras aptas para la producción, reducida tributación y elevada protección arancelaria, redujo en mas de una quinta parte la superficies sembrada, en especial de cultivos temporales, propios de la agricultura campesina, ocasionando la pérdida de mas de 300 mil empleos. La debilidad de los demás sectores económicos no les permitió absorber a la población más afectada por la crisis, lo que repercutió en las economías ilegales, amortiguadoras del estrecho crecimiento económico del país.
Dentro de ellas la economía de los cultivos para el narcotráfico recibió un duro golpe, al combinarse las acciones de las autoridades contra sus estructuras financieras, con el incremento de la producción en las nuevas áreas de producción, generado por la propia crisis agraria, lo cual dio lugar a una sobreoferta de la pasta de cocaína.
En las áreas de producción, afectadas por sus carencias históricas de inversión social y ahora por la depresión de los precios de la droga, los campesinos, cultivadores y no cultivadores de hoja de coca, los cosecheros, los comerciantes y sus allegados iniciaron una serie de movilizaciones para pedir al gobierno acciones que compensaran sus pérdidas, dando lugar a las que se llamaron “marchas cocaleras”, a mediados de 1996, desarrolladas en el Caquetá, Guaviare, Putumayo y sur de Bolívar.
Al lado de las inversiones en salud, escuelas, vías y electrificación, los campesinos pidieron al gobierno que, en cumplimiento de la ley de reforma agraria, el gobierno estableciera en las regiones movilizadas al menos cuatro reservas campesinas. Al tiempo que esta demanda se abría paso entre los campesinos cocaleros, el autor, al frente del Instituto Sinchi, entidad de investigación para la Amazonía del Ministerio del Ambiente, impulsaba otra propuesta en sentido similar, hija del conocimiento y experiencias que venía acumulando el instituto en sus trabajos de investigación con los colonos y ecosistemas de la región.
En principio, la propuesta se orientó a proponer al Estado y a los colonos un programa de asentamientos en áreas con mayor potencial agrícola y mayor cercanía a los mercados en las vegas de los ríos Ariari y Guaviare como alternativa a la localización hacia el sur, en el alto Vaupés, área con mayores dificultades para la producción y las articulaciones comerciales.
Para ese entonces, el terror paramilitar ya recorría numerosas regiones del país, entre ellas los Llanos orientales. Valga decir que cuando los colonos de La Macarena plantearon su propuesta ya la contemplaban como concreción de un acuerdo con el Estado en el que ellos se comprometían a manejar en condiciones de sostenibilidad los bosques de la Reserva y el Estado les garantizaría protección frente a la presión paramilitar. Cuando ya en 1996, comenzó a explorarse la posibilidad de este asentamiento en las vegas del río Guaviare, el alcalde de Mapiripán expresó su rechazo y poco después vinieron las masacres que generaría el terror entre los campesinos de la región.
Ante las demandas de los campesinos, el gobierno, sumido en una crisis política sin precedentes conocida como el “proceso 8.000”, estableció el “Plan Sur” para dar seguimiento a los acuerdos con los dirigentes de las marchas de los cocaleros. Desde la gerencia del Plan, el autor gestionó recursos del Banco Mundial con los que se dio marcha a un proyecto para la creación de las primeras reservas campesinas, para lo cual ya había dado pasos jurídicos con la expedición del decreto 1777, reglamentario de la Ley 160.
La primera de ellas en avanzar fue la de El Pato, en el municipio de San Vicente del Caguán, Caquetá. Su orígen fue un acuerdo entre la organización de los colonos de esta localidad con el Ministerio del Medio Ambiente, encaminado a facilitar el retiro de algunas familias asentadas en el Parque Natural de Los Picachos, en límites con el municipio de San Vicente y su relocalización fuera del parque. La alternativa se concretó con la propuesta para la creación de una reserva campesina que facilitara este reasentamiento, a partir de la adquisición y parcelación de la hacienda Abisinia, en el valle de Balsillas; parte de estas tierras habría de albergar el asentamiento de las familias localizadas en el parque, todo en aplicación de la Ley 160 de 1994 y en cumplimiento de los acuerdos del gobierno con los campesinos movilizados.
La puesta en marcha de la norma sobre las reservas campesinas abría paso igualmente a la legislación ambiental sobre zonas amortiguadoras para el entorno de los parques y otras áreas de protección, en la medida en que hacía viable establecer relaciones armonizables entre el estado y las comunidades para el manejo de este tipo de espacios. Hasta el presente no han habido nuevos desarrollos en este sentido, lo cual no impide su exploración y afianzamiento, dada la urgencia de contar con iniciativas orientadas en este sentido para atender el manejo de ecosistemas frágiles con el concurso de las comunidades localizadas en su entorno.
A pesar de las difíciles condiciones presentes en el Guaviare, la propuesta de la reserva campesina encontró eco en varias comunidades y para ese entonces logró concretarse el crédito con el Banco Mundial, lo que permitió dar comienzo al proyecto.
La selección de las primeras comunidades se benefició de los contactos existentes mencionados, además de la existencia de una larga tradición organizativa en ellas; en el caso de los colonos de El Pato las autoridades ambientales contaban con los antecedentes del realinderamiento de la reserva de la Macarena, realizado con los colonos y plasmado en el decreto 1989 de 1989 y su continuación en el Proyecto Caguán, propuesto para el manejo ambiental de esta región de colonización, que liderara el Inderena, antecesor del Ministerio del Medio Ambiente.
Uno de los instrumentos consensuados entre las comunidades y las agencias del Estado para la ejecución de este proyecto, fue el estatuto para las Juntas de colonos, norma central de las colonizaciones del oriente del país, construído en su práctica y como asimilación creativa de las Juntas de Acción Comunal creadas por el propio Estado a comienzos de los años 1960.[3]
Las necesidades de las comunidades y las expectativas ante una nueva oferta por parte del Estado facilitaron la puesta en marcha del proyecto experimental. Por otra parte, las comunidades de Calamar y El Pato, con las que se inició esta experiencia, contaban con juntas comunales o de colonos, en el segundo caso, una herramienta común en la mayoría de las regiones agrarias, cuyo arraigo y legitimidad posibilitó que fueran estas organizaciones las depositarias del proceso.
En uno y otro caso las comunidades contaban con diagnósticos de sus necesidades y en Calamar incluso, la organización de las juntas contaba ya con un segundo nivel, las juntas interveredales que permitían una interlocución fluída hacia el nivel municipal y de allí con algunos programas nacionales como fue el caso del Plan Nacional de Rehabilitación.
Estos desarrollos ocurrían de acuerdo con la historia de cada localidad; en El Pato una ininterrumpida trayectoria de agresiones oficiales escudada por los calificativos ya mencionados había generado desconfianza hacia la interlocución con el Estado. A pesar de sus condiciones similares de marginamiento, Calamar mostraba matices diferentes, en la medida en que contaba con mayor articulación con la organización municipal. Frente a esta instancia las comunidades campesinas venían adelantando importantes iniciativas en la gestión de los recursos públicos y el manejo ambiental, avances que llevaron a su reconocimiento como “municipio verde” dentro de las políticas del entonces Ministerio del Medio Ambiente. Dentro de estos temas se incluían decisiones de la comunidad para la preservación de la reserva forestal de la Amazonía, parcialmente incluída en el territorio del municipio, la incorporación del aprovechamiento sostenible del bosque y de algunos frutales amazónicos, así como los eventos y contenidos de educación ambiental previstos en los programas escolares bajo su responsabilidad.
La realización de estas experiencias en el marco de un crédito del Banco Mundial implicó exigencias metodológicas y administrativas no exentas de dificultades pero que ayudaron la marcha del proyecto. Dentro de ellas se destacaron la preparación de los manuales de operación, que habían de ser acordados con las comunidades, los planes operativos, igualmente objeto de concertación, las metodologías de identificación, formulación y ejecución de los proyectos, procedimientos paulatinamente incorporados por las comunidades incluso en otros procedimientos para la gestión de sus recursos.
A las dificultades administrativas propias de cualquier proyecto se sumaron en este caso otras de carácter político nacidas en la naturaleza misma del proyecto. Una iniciativa encaminada a la aplicación de medidas de reforma agraria en un marco institucional históricamente reacio a una política redistributiva, en particular agraria encontró variados y eficaces obstáculos en los funcionarios responsables del trámite de los recursos y de la gestión del proyecto.
No obstante, la mayor dificultad provino de la coyuntura política en la que se desarrolló el proyecto, definida por la evolución de la política del Estado hacia la insurgencia. Durante la etapa de conversaciones entre el gobierno y las guerrillas de las FARC, el proyecto avanzó en sus procedimientos preparatorios incluyendo la ejecución de las primeras iniciativas de las comunidades, las cuales generaron condiciones de confianza entre ellas[4].
La característica de estas iniciativas durante la primera fase del proyecto (dotación de tierras y ganados, transferencias técnicas para la producción de pancoger, organización de la recuperación forestal, pequeñas infraestructuras para escuelas, etc.) era el ser originadas en las comunidades. En una segunda fase las iniciativas tuvieron un orígen gubernamental, variando las relaciones con las comunidades, hasta cuando se modifica sustancialmente la acción del Estado en las regiones, en el marco de la política de seguridad establecida por el gobierno del Presidente Álvaro Uribe, durante el cual concluyó el proyecto.
Para este entonces ya se encontraba operando la tercera reserva campesina, localizada en el municipio de Cabrera, lindando el Parque Natural del Sumapaz. Habiéndose aprobado una cuarta zona en el río Cimitarra, municipio de Yondó, Antioquia, la resistencia dentro del gobierno a estas iniciativas dentro de la Ley 160 condujo a un sinuoso proceso de reversión de esta decisión.
No obstante, en el presente subsisten las contradicciones en torno a las reservas campesinas: de una parte, el dramático epílogo del proyecto con las zonas convertidas en escenario de intensas operaciones militares, ocupadas por las fuerzas armadas y contingentes paramilitares, muchos de sus dirigentes acusados de sostener relaciones con la guerrilla y sometidos, por tanto a persecuciones judiciales; pero, al mismo tiempo, dos iniciativas legales del gobierno, la “Ley forestal” y el estatuto para el desarrollo rural reconocen la existencia legal de las reservas campesinas, si bien restringen sus alcances al limitar su establecimiento a las áreas de colonización. Tal vez, como en otras oportunidades, la perspectiva dependerá del espacio de reconocimiento que logren los campesinos, en todos los órdenes y de las circunstancias políticas que rodeen este reconocimiento.
A mediados de 2006, la Procuraduría y la Contraloría generales de la República tuvieron críticos pronunciamientos sobre el cumplimiento de la ley 160 de 1994 y las condiciones de la distribución de la tierra en Colombia. Sus referentes fueron las cifras oficiales sobre la propiedad territorial, así como sobre las condiciones del desplazamiento forzado en el campo. En otras palabras, el país no ha resuelto el problema de la propiedad de la tierra y sus circunstancias políticas lo han agravado, sin que existan condiciones para ofrecer alternativas reales para los campesinos sin tierras.
Al mismo tiempo, la concentración de la propiedad ha generado mayores presiones sobre las reservas y parques naturales, causando mayores pérdidas de suelos y bosques, así como la reducción del potencial hídrico del país. Sin embargo, el país dispone hoy de nuevos elementos con los cuales superar estos problemas, como son las experiencias logradas por las comunidades campesinas en el manejo de sus recursos y una mas extendida percepción dentro de la población de la problemática ambiental.
Desde la perspectiva de las reservas llaman la atención, de una parte, su presencia en los reclamos campesinos; su creación y reconocimiento por parte del Estado es una aspiración en la perspectiva de su estabilidad en un territorio como productores organizados. En algunas de las regiones en donde se viene promoviendo su organización a partir de las experiencias anteriormente descritas, se valoran como avance en la perspectiva de una reforma agraria con orientación y participación popular.
Son, sin duda, avances en la construcción paulatina de un propósito de autonomía y participación, en la que se incorporan tradiciones de resistencia de nuestras culturas campesinas, junto con las experiencias de interlocución con otros sectores sociales y aún distintas instancias del Estado, que bien pueden ser los aliados en la búsqueda de caminos que iniciaron los primeros libertarios de rochelas y palenques.
[1] C.e: dario.fajardo@fao.org.co
[2] Herrera A., Martha, Ordenar para controlar. Ordenamiento espacial y control político en las llanuras del Caribe y en los Andes Centrales Neogranadinos. Siglo XVIII; ICAN, Bogotá, 2002
[3] Jaramillo, J.E., Mora, L., Cubides, F., Colonización, coca y guerrilla, Alianza Editorial Colombiana Bogotá, 1989
[4] Ortiz G., C, et al., Zonas de Reserva Campesina. Aprendizaje e innovación para el Desarrollo Rural, Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, 2004
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