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Las discusiones recientes en torno al conflicto armado y los diálogos de paz, han vuelto a poner de presente la centralidad de la crisis del sector rural y de su solución. Es un proceso que ha requerido “…reflexionar sobre la realidad rural de Colombia y especialmente sobre los asuntos de la tierra, de la agricultura, de los habitantes del campo, así como los problemas derivados de un largo y complejo conflicto que es necesario abordar para la comprensión de lo que podría ser el posconflicto, entendido como un proceso de construcción colectiva en donde los intereses de la sociedad colombiana se unen a la necesidad de resarcir la deuda social que se tiene con la población rural del país”. (Incoder y CLAMR, 2013).
En estas páginas me propongo mostrar que a pesar de la guerra, de la cual el sector rural ha sido el escenario por excelencia, y de la siempre aplazada solución del conflicto agrario, existe un acervo de experiencias locales y regionales que constituyen un valioso capital social y político. Se trata de formas variadas de organización para la resistencia, para la ocupación productiva sostenible del territorio, entre otras, de las que es posible aprender y aplicar en la construcción de alternativas. En primer lugar presentaré los rasgos más sobresalientes de la crisis del sector rural, para luego referirnos a los tipos de experiencias encontradas.
Una parte importante de la producción documental y académica consultada está relacionada con los informes de Desarrollo Humano para Colombia del 2003 y 2011 el primero de ellos sobre el conflicto armado (El Conflicto callejón con salida) y el segundo sobre el campo (Colombia rural. Razones para la esperanza). Más recientemente la producción que surge alrededor de la atención gubernamental a la problemática de las víctimas, en el caso de la política de Restitución de Tierras y Ley de Víctimas 1448 de 10 junio 2011, que incluye la creación del Centro Nacional de Memoria Histórica y su abundante producción, así como los documentos y espacios de discusión generados por el Observatorio de seguimiento de políticas de restitución de Tierras (Proyecto financiado por Colciencias y que involucra por lo menos cuatro universidades del país). A toda esta producción se unen los trabajos de varios grupos de investigación de diversas universidades alrededor del desarrollo rural, el conflicto y los territorios y la problemática agraria del país. Y también las investigaciones desarrolladas con el apoyo de la Comisión de Seguimiento de la Política Pública sobre el Desplazamiento Forzado. Lo anterior representa solo una parte de la producción que muestra el interés que los temas rurales y del conflicto han vuelto a tener en la agenda de investigación y que se espera pueda ser incluida en la política pública rural del país. El movimiento social agrario también hace aportes fundamentales en términos de una diversidad de propuestas para una política pública cuyo análisis deja ver la complejidad que supone la solución a la crisis del sector rural, y el pago de la deuda que tiene la sociedad colombiana con el campo que, en todo caso, es el fundamento para la paz.
El Informe de Desarrollo Humano para Colombia sobre el campo colombiano publicado en el 2011 hace un detallado diagnóstico de los determinantes de la crisis del sector rural los cuales son diversos y convergentes. La dinámica económica, social y política del sector rural ha estado estructuralmente condicionada por la concentración de la propiedad de la tierra. Esta condición, unida a un modelo de desarrollo rural modernizante y ambientalmente insostenible, se ha caracterizado por la inequidad, la exclusión y los altos niveles de pobreza que sufre la mayoría de la población rural, si se compara con los de la población urbana.
Adicionalmente, los conflictos de uso de la tierra, tienden a agudizarse en razón a los patrones de ocupación productiva y de explotación de los recursos y del espacio rural. A la ya reconocida y creciente ocupación de tierras con vocación agrícola y forestal por la ganadería extensiva (DANE-CNA 2014), se suman en la actualidad los efectos del avance de la minería legal e ilegal, de la exploración y explotación de hidrocarburos y la expansión de cultivos para la producción de biocombustibles y de otros derivados de estas materias primas. Los conflictos por la tierra y su uso aumentan con aquellos derivados de asentamientos en áreas pretendidas para la conservación, así como por la convergencia de demandas de diversos grupos sobre territorios de propiedad colectiva (indígenas, afrocolombianos, campesinos) y, por la demanda de tierras para proyectos de grandes inversionistas. Estos factores han resultado, además, en un continuado avance sobre la frontera agrícola. (UNDP, 2011). La ausencia y urgencia de un plan de ordenamiento territorial, es evidente.
En este contexto el conflicto armado, sus formas de financiación y de abordar el dominio territorial, contribuyen a exacerbar aún más la ya compleja situación del sector rural. El informe de Naciones Unidas (2011) afirma que la solución a la crisis del sector rural debe enfrentar tres grandes retos. El primero es la superación de la pobreza rural y la puesta en marcha de una agenda distributiva; el segundo tiene que ver con la terminación del conflicto rural que es el resultado de la articulación entre el conflicto agrario y el conflicto armado, que son diferentes y el tercero, es la transformación de la estructura agraria.
Las diferencias entre el conflicto agrario y el conflicto armado se encuentran en los objetivos, los protagonistas, el papel que juega la tierra en cada uno de ellos y las prácticas a las que recurren los actores.
De acuerdo con el informe, el conflicto agrario tiene dos expresiones. De un lado, la deuda que la sociedad colombiana y el Estado tienen con el sector rural y de otro, el conflicto por la tierra entre diversos actores. En el conflicto agrario el objetivo de la lucha es por la tierra, el bienestar y la inclusión política, siendo protagonista el campesinado. Aquí la lucha por la tierra es un fin en sí mismo y las vías para acceder a ella pueden ser institucionales, vía reformismo agrario, o bien, no institucionales cuando se acude a mecanismos como la toma de tierra o las invasiones.
En el conflicto armado en cambio, los objetivos apuntan hacia el control del territorio y de la población y a la disputa de soberanía con el Estado. La coerción armada es ejercida por los protagonistas del conflicto, utilizando las vías de la violencia y el terror.
Los dos tipos de conflicto generan desplazamiento y despojo, pero el conflicto armado incorpora cada vez nuevos métodos y víctimas. En términos de perdedores de este proceso, en los dos casos es el campesinado; sin embargo el conflicto armado involucra además grupos étnicos, pequeños y medianos propietarios y opositores políticos.
Con relación al tercer reto, la transformación de la estructura agraria, el informe es claro en señalar que la estructura de la tenencia de la tierra es apenas uno de sus componentes; por lo que solucionar este único problema, es un gran paso, pero es insuficiente. Así, quedarían aún pendientes los demás componentes de la estructura agraria, es decir el uso productivo de recursos como el suelo, el agua y los bosques sobre los que se originan los conflictos de uso del suelo; las relaciones sociales y de trabajo que suceden en el territorio; las relaciones de mercado y, aquellas que tienen que ver con el sistema político y con la política pública.
Respecto del último componente, un aspecto central del sistema político es el de la concentración del poder que se expresa en persistencia de las élites políticas en las regiones. Un factor que tiende a mantener e incluso acrecentar la deuda política y social con la mayoría de los pobladores rurales, en particular con el campesinado y los pequeños productores, cuya representación política es limitada. La expresión de lo anterior en la política pública es un escaso reconocimiento de los aportes de estos pobladores a la economía nacional, así como de sus demandas económicas y políticas. Lo anterior se combina con la débil capacidad de regulación del Estado y una institucionalidad rural precaria.
Si a esto le agregamos la injerencia de los actores armados del conflicto tenemos como resultado un escenario en el que “La intervención en política de los grupos armados por fuera de la ley, la persistencia de ciertas élites políticas en los gobiernos locales, el desconocimiento del campesinado como actor político, su despojo y desplazamiento forzado, y políticas agrarias sin interés en modificar la estructura de la tenencia de la tierra, han conducido a la conservación de un orden social rural resistente al cambio.” (UNDP, 2011: 13).
Con base en este diagnóstico y de otros que lo acogen, durante el último decenio, han surgido un conjunto de propuestas para enfrentar la crisis del sector rural, de orientaciones para el cambio que apuntan a la resolución del conflicto agrario como condición necesaria para el logro de la paz anhelada: la reforma rural transformadora RRT (UNDP, 2011[1]), la transformación del campo (Misión Rural, 2015[2]); una reforma rural integral (Acuerdos de Paz nov. 2016, punto 1[3]).
A partir del movimiento social agrario posterior al año 2010 las demandas de los diferentes actores del sector rural se expresan en propuestas que buscan su inclusión en la política pública. Muchas de ellas fueron presentadas durante el Foro Agrario[4] de finales del 2012, cuya realización y resultados fueron solicitados como insumo para las discusiones sobre el primer punto, por la mesa de conversaciones en la Habana. Y más adelante en las demandas y propuestas del paro nacional agrario y los eventos que le sucedieron.
En su conjunto los resultados del foro distan de ser homogéneos, el análisis muestra esta diversidad de posiciones entre diversos actores, que tienen discrepancias entre ellas. Así, “…Una lectura más juiciosa de las propuestas y planteamientos hechos en el Foro Agrario muestra la disputa entre dos apuestas: la modernización del campo y el énfasis en la mejor utilización de los recursos para competir en los mercados, y la crítica y/o rechazo a ese modelo de desarrollo, con miras a posicionar un modelo alternativo, fundamentado más en las economías campesinas familiares que en la gran empresa. Algunas organizaciones dicen que el actual modelo neoliberal es perverso y depredador, que privilegia la gran propiedad y los agronegocios, y es el mayor responsable de las desigualdades que viven los pobladores del campo. Pero también se observan algunas propuestas más moderadas que pueden situarse en el medio: un modelo de desarrollo moderno con espacios para los campesinos y la pequeña producción. También contrastan las propuestas de modernización con redistribución con las de gremios como la SAC, que prefieren una modernización conservando el statu quo de la estructura agraria.” (CNMH 2013: 160-161).
Las propuestas de solución emanadas del movimiento social reciente involucran tanto elementos estructurales como de más corto plazo. Se refieren al acceso a los recursos productivos incluidos la tierra y el agua, el reconocimiento de la territorialidad campesina, garantía para el ejercicio político de la población rural, la participación efectiva de comunidades y mineros pequeños y tradicionales en la formulación políticas públicas, inversión social (en educación, salud, vivienda, servicios públicos y vías) tanto para la población rural como la urbana).[5]
Estas propuestas le confieren un papel central al campesinado pero dejan por fuera el sector empresarial. Una posición que es bien diferente de la del gobierno que se concentra en la modernización productiva empresarial, hacia el cual debe hacer transito también el campesinado, en grandes proyectos empresariales en zonas de frontera, y en el énfasis en la producción para la exportación, entre otros. Aunque se habla de proyectos en que se articulen el sector empresarial y campesinado, se plantean fuertes dudas sobre la equidad de estos negocios.
En las diferentes propuestas hasta aquí mencionadas hay puntos de confluencia. El primero se refiere a que, para el campesinado y demás sectores mayoritarios del mundo rural además del acceso equitativo a la tierra, debe garantizarse la provisión de bienes públicos, de activos productivos y de los servicios necesarios para una producción que permita una vida digna en el campo. En segundo lugar, hay consenso en torno a la necesidad de un enfoque territorial para las políticas agrarias que atienda a las necesidades y capacidades de la población local, que tenga en cuenta la vocación de los suelos.
La heterogeneidad regional es una característica clave para comprender mejor y abordar los problemas rurales que no ha sido suficientemente establecida y sobre la que no se cuenta con mucha información (PNUD, 2011; CNMH, 2013, 2016; DNP, 2016, entre otros). Para poder diseñar políticas de desarrollo rural y agrario diferenciadas incluyendo los procesos redistributivos que se requieren, es necesario caracterizar las estructuras agrarias regionales que involucran tanto las estructuras productivas y los sistemas de uso como las formas de tenencia y acceso a la tierra (Machado 2013). En términos ambientales debe entenderse además que “el territorio no es plano, ni homogéneo”, existe una gran heterogeneidad de tipos de suelo y su potencial de uso que debe considerarse de manera que la tierra que se vaya a distribuir cuente con las condiciones para producir (Carrizosa 2013).
A pesar de la guerra infinita y de las numerosas limitaciones económicas y políticas y de violencias de diverso tipo que han tenido que enfrentar los pobladores rurales en particular los productores familiares, campesinos y comunidades étnicas, en el país se cuenta con numerosas experiencias de construcción de alternativas para vivir y mantenerse en el campo. Se trata de procesos que, en muchos casos, se han organizado de manera independiente por los mismos pobladores o con el apoyo de organizaciones no gubernamentales nacionales e internacionales y, generalmente, con muy poco o nulo apoyo estatal. Si bien no alcanzan para resolver los problemas estructurales, ellas constituyen evidencias de su capacidad para permanecer en el territorio, para responder por sus medios de vida y atender la producción de alimentos para el país e incluso para la exportación. Estos aportes pueden muy bien potenciarse con un apoyo decidido del Estado y con políticas públicas que incorporen las lecciones aprendidas a partir de ellas.[6]
Las experiencias son tan heterogéneas como lo son los contextos regionales y territoriales en los que tienen lugar. Las diferencias entre ellas están en los problemas concretos que enfrentan los pobladores, con la misma heterogeneidad que caracteriza al campesinado, con las escalas espaciales y temporales que abordan. También en los apoyos y recursos institucionales y materiales propios y/o externos con los que pueden contar en cada caso, así como por la presencia de actores y procesos que limitan o posibilitan el desarrollo de las acciones y el establecimiento de alianzas en el territorio.
A partir de los años 90 se han elaborado recopilaciones de experiencias que evidencian los aportes del campesinado y que cubren aspectos como, por ejemplo, la aplicación de principios ecológicos en sistemas de producción, los aportes del conocimiento campesino e indígena a la agroecología y a la construcción de sistemas de producción agropecuaria sostenible (Corrales 2002), la viabilidad económica, ambiental y cultural de sistemas de producción familiar y campesina (Forero et al 2002, Corrales y Forero 2007; Forero, 2010, entre otros); la contribución de los sistemas de producción rural a la conservación de paisajes (Corrales, 2012). En torno a la viabilidad económica de la producción campesina y familiar y los aportes que ha representado a la producción agropecuaria y su capacidad para contribuir a la superación de la pobreza rural, en comparación con la producción empresarial más grande, estudios como de Forero, Garay et al 2013 para doce diferentes zonas del país demuestran que, en condiciones similares, “…en promedio, tanto los grandes productores como los pequeños presentan indicadores de eficiencia económica similares”.
Recientemente se le ha conferido especial énfasis a la identificación de proyectos que incorporan como unidad de análisis el territorio, donde el campesinado y los pequeños productores hacen presencia y entran en diversos tipos de relación con otros actores que tienen intereses en los recursos del territorio y que, muchas veces, están allí como resultado de la implementación de políticas públicas, que no siempre giran alrededor de la actividad agropecuaria.
Al respecto Machado, Salgado y Naranjo (2013), proponen tres líneas de abordaje de experiencias recientes que tienen un enfoque territorial: a) las relacionadas con acciones concretas entorno al quehacer de las organizaciones b) Aquellas de organización para la resistencia; c) las que se construyen teniendo el territorio como unidad de análisis e intervención, alrededor de enfoques y prácticas en las que se combinan instituciones de diverso tipo para el diseño de estrategias productivas y organizativas. Los autores afirman “en todos los casos la organización de la comunidad es factor de éxito” (ibid.:320). Las del primer tipo que mezclan iniciativas con recursos propios o asociativos y en algunos casos alianzas con empresas, su éxito consiste el logro de beneficios para los participantes. En las de resistencia, el éxito se expresa en la permanencia en el territorio. En cuanto a las del tipo c, cuando la interacción entre las actividades que desarrollan los diferentes actores que se encuentran en el territorio se expresa bienestar para todos. De acuerdo con los autores en muchas de estas experiencias no ha habido participación del Estado, lo cual no es necesariamente una situación deseable.
De otro lado, en el país existen varias experiencias en las que el abordaje territorial es un proceso gradual e iterativo, de largo aliento, en el que se puede partir de problemáticas específicas de los habitantes y de las unidades productivas de una localidad para luego pasar a intervenciones que involucran la cuenca o la región como unidad de intervención. El avance hacia la escala territorial se construye con los mismos pobladores, de acuerdo con sus propias expectativas y necesidades, de esta manera además de los temas productivos y de comercialización se incorporan los del manejo de recursos como el agua y los bosques. Así, poco a poco se va involucrando y buscando la negociación con diversos actores productivos e institucionales (estatales, privados, de organizaciones diversas), en torno a la organización económica, productiva y ambiental del territorio como un todo (Corrales 2012, Van der Hammen y Corrales 2016).
Finalmente es importante resaltar el papel del trabajo en redes. Esta es una actividad que ha permitido la confluencia de diferentes organizaciones para el intercambio, la difusión y el enriquecimiento de muchas de estas experiencias y su visibilización más allá de las áreas específicas de intervención. A su vez, ha posibilitado el mejoramiento del acervo de conocimiento sobre la diversidad de opciones, recursos, formas de organización que existen en el país, el cual ha contribuido a alimentar la formulación de demandas y propuestas de la población rural, que ha podido expresarse a través de los movimientos sociales recientes. Algunas expresiones del trabajo en redes combinan acciones en distintas escalas (local, regional, nacional e incluso internacional) lo cual contribuye a robustecer el impacto de sus acciones.
En su conjunto, estas experiencias contribuyen a sustentar el reconocimiento del campesinado como sujeto político, civil, económico, productivo (Garay y otros 2013). “El campesinado puede ser un productor de alimentos, bienes ambientales, recursos públicos, democracia, relaciones y redes sociales, conocimientos, mercados, y un sujeto muy importante para constituir un modelo de desarrollo equitativo y sostenible”. (Machado, Salgado y Naranjo (2013:6).
Elcy Corrales Roa. PhD Geografía, MSc Sociología, MPhil Diseño Urbano y planificación regional. Socióloga.
Bibliografía consultada
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