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Daniel Ruiz Serna y César Acosta [1]
En la cuenca del Pacífico la propiedad sobre la tierra presenta características especiales pues su gran mayoría pertenece a los territorios colectivos de comunidades negras y a resguardos de cabildos indígenas. Esta forma de propiedad ha representado un factor determinante para la preservación de estas culturas y, a su vez, para la conservación de uno de los ecosistemas estratégicos para la humanidad. Tanto los territorios colectivos como los resguardos pertenecen a perpetuidad a estas comunidades y poseen el carácter de inembargables, inalienables e imprescriptibles. En el caso de las comunidades negras, la titulación colectiva de su territorio fue reconocida a través de la Ley 70 de 1993, la cual dispuso entre sus principios, “el reconocimiento y la protección de la diversidad étnica y cultural y, la protección del medio ambiente atendiendo a las relaciones establecidas por las comunidades negras con la naturaleza” [2].
En el caso particular del Bajo Atrato, en la década de 1960 se empieza a presenciar la migración de familias mestizas conocidas en la región como chilapos: campesinos provenientes de Córdoba y Urabá que venían colonizando nuevas tierras tras el despojo de las suyas por las haciendas ganaderas y la agroindustria bananera. Se empiezan a gestar un conjunto de intercambios sociales, económicos y culturales entre negros y chilapos que configuran unas nuevas relaciones interétnicas.
Con la promulgación de la Ley 70 de 1993 se potencian nuevos escenarios que permiten confluir a negros y chilapos en procesos organizativos y de negociación por el reconocimiento de sus derechos a la propiedad de la tierra. Durante este mismo proceso, las comunidades del Bajo Atrato sufren, en 1997, el desplazamiento forzado de sus territorios a manos de los grupos armados que se enfrentan por el control social y económico de la región, lo que los lleva a compartir la condición de “campesinos desplazados”.
Pavarandó, corregimiento de Mutatá marca un hito en las relaciones interétnicas. Es allí donde el ejército concentra a la mayoría de personas que se desplazaban del Bajo Atrato por las operaciones conjuntas de las Fuerzas Armadas y paramilitares, pues se dirigían a la carretera al mar a denunciar los hechos. Este gran desplazamiento forzado, el mayor dentro del actual conflicto que vive el país, promueve el espíritu solidario de los negros (únicos beneficiarios de la titulación de las tierras colectivas del Pacífico) e incluyen a los chilapos como “ocupantes de buena fe”de los territorios, como interpretación del artículo 15 de la Ley 70, el cual define a los ocupantes del territorio no pertenecientes al grupo étnico negro como poseedores de mala fe [3]. De igual manera, los mestizos entran a conformar los Consejos Comunitarios, como forma de administración interna en las tierras que ocupan, y entre cuyas responsabilidades se encuentran la preservación de su identidad cultural, la solución de los conflictos comunitarios y el ordenamiento, regulación y aprovechamiento del patrimonio natural.
Al ser incluidos dentro de los títulos colectivos de comunidades negras, los chilapos no sólo conquistaban el derecho a la propiedad de sus tierras, sino que también adquirían la obligación de asumir una serie de prácticas productivas que en la propia normatividad se reconocen como base fundamental de la relación de los pueblos negros con la naturaleza en el Pacífico colombiano. De esta manera, la cultura colonizadora de estos chilapos se transforma: ya no se espera abrir una montaña para sembrar unos cuantos cultivos, luego pasto y ahí vender las mejoras para repetir el ciclo en otras tierras. No, ya la tierra se vuelve territorio, es decir, de bien susceptible de comercialización pasa a ser capital simbólico y material que se reconoce como condición y razón de ser de su proyecto de vida.
Pues bien, nos proponemos describir el ejercicio que en la actualidad viene realizando uno de estos Consejos Comunitarios de campesinos mestizos o chilapos, por formular y proyectar un plan de manejo y gestión de su patrimonio natural, consecuente con sus aspiraciones económicas, pero también con ese nuevo horizonte cultural del que ahora son parte. Veremos cómo este esfuerzo resulta fundamental para defender la propiedad colectiva frente a los intereses del capital, así como para allanar el camino en la formulación de sus planes de etnodesarrollo frente a un futuro escenario de nuevas colonizaciones y presiones latifundistas, como el que parece perfilarse en toda la región tras la expansión de la agroindustria de la palma de aceite, el banano, la ganadería y la tala de bosques para la industria maderera.
El Consejo Comunitario de Costa de Oro está compuesto por cerca de 18 familias mestizas cuyas propiedades hacen parte del título colectivo de comunidades negras de la cuenca del río Curvaradó, en el municipio chocoano de Carmen del Darién.
Las primeras familias se establecieron luego de comprar los derechos de las tierras a los negros, pobladores ancestrales y dueños del derecho de usufructo. La titulación que reconocía el antiguo INCORA no había sido lograda, así que este era el primer paso, el cual solo se logra en el año 2000, luego de promulgada la Ley 70 y del proceso de negociación con el gobierno tras el desplazamiento de Pavarandó.
Una vez obtenido el título colectivo, la Corporación Autónoma Regional para el Desarrollo Sostenible del Chocó -Codechocó- inició en el año 2002 la formulación del Plan de Ordenamiento Territorial –POT- para el Bajo Atrato. Sin embargo, por la agudización del conflicto armado en la región el trabajo de campo no logró completarse, motivo por el que el Plan se concluyó ajustándose “desde afuera”, solo se hicieron unos talleres en el casco urbano de Riosucio, sin que la documentación llegara a la comunidad.
Otro ejercicio de planificación es el Plan de Manejo Ambiental, el cual se establece como requisito para el aprovechamiento con fines comerciales del territorio y los recursos ambientales. Este último se pone de presente a raíz de las denuncias que hacen las comunidades negras por la usurpación de sus territorios colectivos a manos de los empresarios de la palma y ganaderos, con el apoyo del Estado y los paramilitares en el Bajo Atrato. En el caso de la cuenca del Curbaradó, se conoció en 2005 un documento que avalaba la formulación del Plan de Manejo Ambiental de la cuenca a la empresa Urapalma, hecho que también es denunciado como ilegal por las comunidades negras y mestizas.
Si escudriñamos los objetivos que subyacen a estos ejercicios de planificación, encontramos que hay un interés del mercado por profundizar los conocimientos de territorios con potencial para la inversión de capital. En el caso del Chocó, además de su ubicación estratégica y sus múltiples recursos del subsuelo y de biodiversidad (sin valorar la mayoría de ellos), existe un gran potencial forestal: la madera, vista como el primer recurso comercial a ser aprovechado en el bosque, además de que con la deforestación se abren nuevas tierras para ampliar la frontera agrícola y por lo tanto, para la inversión privada.
Sin embargo, para las comunidades a pesar de que la madera es una de las principales causas de conflictos y disputas por el territorio, también es fuente de ingresos, como actividad estacional la mayoría de las veces, ligada a los sistemas productivos que han permitido la conservación de los bosques del Chocó.
Para las comunidades del Bajo Atrato es preocupante la tala indiscriminada que se viene practicando y su apropiación por parte de intermediarios diferentes a los Consejos Comunitarios, que son quienes controlan desde los permisos hasta las formas de trabajo y la rentabilidad de quienes intervienen en el proceso. Por otro lado, el negocio de la madera también ha entrado en la esfera de control de los paramilitares, pues además de realizar directamente su aprovechamiento y comercialización, cobran las vacunas a los comerciantes y definen las reglas del negocio. Igualmente las empresas madereras, con Maderas del Darién a la cabeza, como la mayor deforestadota de los bosques del Chocó, han obteniendo permisos de aprovechamiento amañados, hechos en los que se veían involucrados algunos representantes de los Consejos Comunitarios y la propia autoridad ambiental, como lo denunciara en su momento la Defensoría del Pueblo [4] .
Como resultado de una serie de denuncias realizadas por las organizaciones sociales del Pacífico, en 2005 el Incoder publica su primer informe sobre la ocupación ilegal de territorios colectivos de las cuencas de Curvaradó y Jiguamiandó a manos de empresarios de la palma y ganaderos. Con base en el informe, la Procuraduría General de la Nación emitió la Directiva 008 en la que además de pronunciarse sobre la usurpación de territorios colectivos, expresa su preocupación ante la explotación ilegal maderera e insta a Codechocó a presentar un informe sobre las acciones desarrolladas para garantizar de manera efectiva la protección de los derechos patrimoniales de las comunidades y fije un plan de acción a este efecto. Atendiendo a la resolución de la Procuraduría, Codechocó emite una propia en la que prohíbe todo corte, explotación y comercialización de madera por tiempo indefinido, permitiendo solo la movilización de la que cuenta con el salvoconducto y permiso de aprovechamiento vigente, que para el caso, solo cumplían con el requisito las empresas e intermediarios.
Estas medidas prohibitivas nada hicieron para remediar la histórica y estructural situación de explotación irracional de los bosques. En cambio produjeron una serie de efectos perversos pues multiplicó el trabajo de los aserradores ilegales entre los días que transcurrieron antes de la entrada en vigencia de esta resolución, acentuaron las prácticas corruptas para la obtención de los permisos y luego, quienes los tenían, garantizaron el monopolio exclusivo por el tiempo de la medida, multiplicando sus ganancias a costa de los bajos precios que pagaban a aserradores y a quienes no podían comercializar su madera. Como quiere que sea, la resolución de Codechocó perjudicaba sobre todo a las familias de los Consejos Comunitarios que derivan buena parte de sus sustentos del corte y extracción de la madera.
En este contexto de nuevos modelos de planificación, requisitos legales y metodologías que implican los Planes de Ordenamiento Territorial, de Manejo Ambiental y, tras los conflictos por el despojo de sus territorios, por la siembra ilegal de palma y por el comercio furtivo de maderas; el Consejo Comunitario de Costa de Oro decide emprender su propia planificación y ordenamiento del territorio, quizá no con los requerimientos técnicos exigidos por las Corporaciones y las normas legales, pero si con su propio esfuerzo, recursos y visión del territorio.
El ordenamiento del territorio responde a la necesidad de establecer los linderos con las comunidades vecinas y los de las propias familias, de reglamentar los usos del suelo y acceder equitativamente a los recursos del bosque, lo que permite a su vez cumplir con los requisitos para obtener el permiso requerido por la autoridad ambiental para el aprovechamiento forestal.
El proceso se inició con el cobro de una cuota a todo aquel que aserrara madera, tanto a los miembros de la comunidad como a los comerciantes que compran la madera en su territorio. La idea era recolectar un fondo para contratar a los técnicos y profesionales que están facultados por ley para hacer los inventarios y presentar el Plan de Manejo Ambiental y/o Forestal.
Pero mientras la suma se ahorraba, el Consejo Comunitario decidió iniciar su propio ordenamiento territorial. La labor se proyectó en tres etapas distintas: reconocimiento del área territorial del Consejo Comunitario y establecimiento de los límites con las áreas de los Consejos vecinos; deslinde de las parcelas familiares y reglamentación del uso y aprovechamiento de las propiedades familiares y de las áreas colectivas.
La primera etapa resultó del trabajo conjunto y concertado con los miembros de los Consejos vecinos con quienes, recurriendo a la tradición y al conocimiento de los fundadores de la comunidad, establecieron las fronteras entre cada una de las comunidades. Similar fue el trabajo de deslinde de las parcelas familiares: cada uno de los primeros colonizadores efectuó el recorrido por los predios que adquirieron o que simplemente ocuparon cuando estas tierras eran consideradas baldías, se trazaron entonces trochas o se sembraron árboles de matarratón como linderos y mojones que establecieron los límites entre una y otra propiedad familiar. En estos procesos llama poderosamente la atención que aún sin contar con documentos que fijaran linderos, cada una de las personas tenía claro los límites que constituían sus predios y la del área que consideraban territorio comunitario. En principio ninguna de estas dos etapas supuso conflictos pues la memoria y la palabra son suficientes para establecer los límites de lo que le pertenecía a cada cual y a cada comunidad. En estos aspectos la tradición campesina es irrefutable.
Debemos mencionar que la obtención del área total que correspondía al Consejo Comunitario de Costa de Oro no se haya tras la mera sumatoria de las áreas correspondientes a cada una de las familias de la comunidad, pues en esta definición entran en juego conceptos como el de las tierras colectivas de respaldo o las de beneficio común. Es aquí donde nuevos elementos relacionados con el uso y derecho sobre el patrimonio natural han empezado a configurar una nueva racionalidad económica y a ser parte del acervo cultural de estas comunidades chilapas que se beneficiaron de la titulación colectiva de la Ley 70. Veamos.
El hecho de que la comunidad de Costa de Oro haga parte de un título colectivo no significa que todo es de todos, que las tierras trabajadas por cada familia durante la colonización se pierdan o que cualquiera tenga acceso indiscriminado a los recursos naturales. Por el contrario, se promueve un ejercicio riguroso por alcanzar claridad acerca de estas parcelas familiares y los derechos de uso de los diferentes recursos. Así, cada una de las familias ocupó, en el momento de haber fundado sus parcelas o fincas, un área a lo largo del río Corobazal. Siendo el río la principal vía de comunicación, las casas y los cultivos de pancoger se establecían a su largo y la extensión variaba en consideración a las tierras tranzadas o a la capacidad de trabajo que tenía cada quien. Raras veces las áreas trabajadas involucraban cantidades considerables de tierra hacia “el fondo”, hacia “la montaña”, pues sembrar lejos del río reportaba una gran inversión en trabajo para sacar las cosechas obtenidas. Según este modelo, cada una de las familias ejercía derechos de usufructuo sobre las tierras trabajadas a “borde de río” y sobre la “montaña que servía de respaldo”: propiedad efectiva y tangible sobre el área trabajada a orilla del río, propiedad de derecho sobre los bosques de respaldo y de donde se beneficiaban a través de la cacería, la eventual recolección de frutos o plantas medicinales y, por supuesto, los materiales para la construcción de sus casas y algunos árboles maderables.
Si bien existió siempre una relativa claridad acerca de los linderos de cada parcela a orilla del río (pues se establecía siempre por la cantidad de tierra trabajada), no ocurría lo mismo con las áreas de fondo o de respaldo. Los primeros fundadores ocuparon las tierras que compraron a los negros, consideradas baldías por el Estado, así que de alguna manera sus propiedades podían extenderse muchas hectáreas hasta donde se encontraran con el área descumbrada y trabajada por alguien más, o hasta uno de los ríos que servían de fronteras naturales entre distintas comunidades.
Con arreglo a esta tradición fue como se decidió hacer el ordenamiento, respetando a cada familia la cantidad de tierra que constituía el “frente” de su propiedad, la que varía entre 3 y 5 hectáreas. De igual manera se hizo con el fondo de las parcelas o áreas “descumbradas”. El principal arreglo comunitario consistió en establecer la cantidad de tierra que a cada familia se le reconocería “de respaldo” a su predio y sobre la que podía establecer derechos de uso y aprovechamiento. Fue así como se determinó que debían ser 2.000 metros de fondo o 20 hectáreas como se reconocen en la región. Luego de esas 20 hectáreas de fondo, las tierras y los bosques disponibles serían parte del “colectivo, o tierra comunitaria” como lo nombran las propias comunidades.
Nos encontramos luego ante la tercera etapa del ejercicio de ordenamiento comunitario, que comprende la definición de un reglamento para el acceso a los recursos, asumidos ahora como parte de su patrimonio natural. Siendo rigurosos, dicho patrimonio comprende dos clases distintas: aquel que es considerado para el uso de cada una de las familias y que se encuentra ubicado dentro de las 20 hectáreas fijadas de fondo, y aquel ubicado en las áreas definidas como tierras colectivas. Respecto al primero se ha presentado, en palabras de uno de los miembros de este Consejo, “una toma de conciencia acerca de lo que es el territorio”. Este proceso se inició desde la promulgación de la Ley 70 y se acentuó con el trabajo organizativo realizado por las comunidades negras y mestizas durante el tiempo en que se idearon los mecanismos de retorno tras el desplazamiento de 1997.
Otra situación que han tenido en cuenta en Costa de Oro, es la migración que se viene dando en la región por nuevas familias venidas de Córdoba y Urabá. Estas migraciones se han estimulado por empresarios, terratenientes y paramilitares con el fin de legitimar sus propiedades ilegales, pues se supone que estas familias son nativas y con su poblamiento aparecerían como pequeños propietarios socios de sus plantaciones o proyectos (alianzas empresariales). Otro efecto del poblamiento es la generación de conflictos con los Consejos Comunitarios por la propiedad y los usos de la tierra, previéndose que los “nuevos propietarios” presionarán la conciliación con los terratenientes y empresarios para la continuidad de sus proyectos y abogarán por nuevas formas organizativas, diferentes a los Consejos Comunitarios, con lo que cumplirían el sueño de algunos sectores económicos y políticos del país que ven en la Ley 70 un obstáculo que pone en riesgo sus inversiones. Pues bien, el Consejo Comunitario de Costa de Oro, atendiendo a esta situación y a los preceptos de la Ley 70, ha definido que para una familia acceder a tierras y ser considerada parte del Consejo Comunitario u ocupante de buena fe (derecho a participar en las decisiones comunitarias) debe permanecer un mínimo de 10 años y mostrar un comportamiento responsable y acorde con los reglamentos internos de la comunidad.
En este orden de ideas, al involucrar a los mestizos como “ocupantes de buena fe” y al constituir sus propios Consejos Comunitarios, éstos adquirían la obligación de velar por el correcto uso y administración del patrimonio natural de sus territorios colectivos y por consiguiente, preservar las formas organizativas asimiladas por la cultura negra de acuerdo a los preceptos de la ley 70. En términos prácticos, si los chilapos desean ser pensados dentro del mismo marco de beneficios territoriales diseñados por la ley para las comunidades negras, deben asumir las prácticas consecuentes para la conservación y protección del medio ambiente y de la cultura. Como lo anota un miembro de Costa de Oro: “La tierra pertenece a nuestros hijos y a nuestros nietos”. Por ello se ha empezado a establecer unos reglamentos internos para fijar unos topes máximos para el corte de madera y para que se pague una cuota por cada árbol aserrado.
En cuanto a los espacios colectivos o tierra comunitaria, para todos es claro que son áreas de conservación que permiten la reproducción de las especies indispensables para la obtención de la proteína animal en la cacería, que son reservorios de agua y que también son el lugar de un sinnúmero de especies vegetales aprovechables en la construcción, la medicina o en sus prácticas mágico-religiosas. Al menos para estas actividades no existe restricción alguna, pero sí existe la prohibición de talar cualquier árbol con propósitos maderables pues quien desee hacerlo debe aprovechar la madera con la que cuenta en su propiedad familiar.
Sin lugar a dudas este tipo de iniciativas comunitarias constituyen una medida para frenar el abuso y explotación que personas diferentes a los Consejos Comunitarios vienen realizando sobre los recursos maderables de los territorios colectivos. Se ve que además de proteger sus propios intereses colectivos, los mestizos han venido realizando una reevaluación acerca de sus prácticas productivas; de ahí que empiecen a incorporarse nuevos valores acerca del uso y la administración de unos recursos que dejan de ser bienes para convertirse en parte constitutiva de su territorio, el cual es concebido ahora como parte integral de su cultura y de su descendencia.
El ordenamiento de Costa de Oro y los que puedan iniciarse próximamente con otros Consejos Comunitarios, permitirán el establecimiento de políticas claras acerca de los deseos e intereses de cada una de las comunidades del Bajo Atrato. En esta medida, la realización de los inventarios forestales y de biodiversidad, en el marco de los Planes de Manejo Ambiental serán los que guíen la construcción del etnodesarrollo pues sólo a partir del conocimiento certero y sistemático de lo que se tiene, estos pueblos podrán proyectar sus aspiraciones de acuerdo a sus propios valores culturales.
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[1]Investigadores CINEP. C.e: cesaraucosta@hotmail.com
[2]Ley 70 de 1993 Diario Oficial No. 41.013, de 31 de agosto de 1993. Por la cual se desarrolla el artículo transitorio 55 de la Constitución Política de Colombia.
[3]Idem
[4]Resolución defensorial N. 39 del 2 de junio de 2005
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