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Tanto campesinos, como indígenas y afrocolombianos, constituyen los sectores sociales más afectados por el conflicto armado, no solo en términos de víctimas, sino porque han sufrido de manera directa la confrontación en sus territorios. Esto ha dejado profundas afectaciones en sus modos de vida y paulatinamente los ha ido integrando en las peores condiciones a la sociedad nacional, en la marginalidad de los desplazados en las ciudades, en algunos casos en la adopción de la mendicidad como opción de vida, pero también en la resistencia en sus territorios, subordinados no solo a los actores armados, sino a las “ayudas” estatales que han derivado en la sustitución de prácticas productivas por compensaciones económicas, lo que genera dependencia y debilita su autoabastecimiento alimentario. En el caso de sujetos colectivos, los impactos se reflejan de manera severa sobre las estructuras comunitarias para el ejercicio del gobierno interno, el control social y territorial, las formas propias de resolución de conflictos y del ejercicio de la justicia, y también sobre los procesos organizativos, debilitando las instancias de representación ante el Estado y la sociedad.
Sin embargo, durante los cuatro años de diálogo en La Habana entre las FARC y el gobierno colombiano, el tema relacionado con los pueblos indígenas y la población afrocolombiana no fue asunto que estuviera en la agenda. En la perspectiva de sus organizaciones representativas, esta situación reproducía la ideología excluyente que ha marcado la historia cultural y política de la nación. La percepción se complementaba en los resultados del acuerdo en el primer punto de la agenda, que al plantearse la Reforma Rural Integral (RRI), no tomaba en cuenta de manera directa que en el ordenamiento del territorio colombiano existe la propiedad colectiva, que representa cerca del 33 % del territorio nacional.
La verdad es que el acuerdo de paz está pensado en clave campesina, lo que obedece al origen de esta guerrilla y a su principal base social. Ello es comprensible, además, teniendo en cuenta que entre los sectores rurales, poblaciones indígenas, afrocolombianas y campesinas, éstas últimas podrían considerarse las más excluidas en términos de reconocimiento de derechos y políticas diferenciadas. Pero es claro que el énfasis campesino en los acuerdos, desconoce que la guerra a la que se busca poner fin se ha desarrollado en gran parte de los territorios étnicos y también que una parte de los militantes de base de esta guerrilla está conformada por miembros de comunidades étnicas.
A pesar de la insistencia de las organizaciones indígenas y afrocolombianas para que en la mesa de negociaciones se les permitiera presentar su visión, sólo en la fase final de los diálogos se escucharon sus propuestas y, en agosto de 2016, un día antes de la firma del primer texto del acuerdo, se insertaron algunos de sus planteamientos, los que quedaron recogidos
El acuerdo de La Habana en general, y en especial el referido a la Reforma Rural Integral, finalmente suscrito en noviembre de 2016, es lo suficientemente amplio, incluyente y respetuoso de las diversidades culturales y condicionan su implementación a procesos de concertación social en los diferentes niveles territoriales del Estado. En este sentido, puede observarse que los derechos colectivos de los grupos étnicos, quedan en genérico a salvo. Pero no por ello se elimina el riesgo que advierten indígenas y afrocolombianos en su implementación, especialmente por la satisfacción de sus legítimas aspiraciones de resolver problemas históricos en materia de reconstrucción de sus territorialidades como base de su pervivencia.
El acuerdo se propone integrar amplias regiones y poblaciones que históricamente han estado al margen de la acción estatal y ser la ruta para que éstas accedan a la tenencia de tierra y a los apoyos necesarios para garantizar productividad y seguridad alimentaria (créditos de fomento, infraestructura necesaria para la producción y el mercado, servicios sociales del Estado, entre otros).
Observando que grandes segmentos de la población rural no tienen resuelto el problema del acceso a la tierra, el punto de partida en la discusión sobre el desarrollo rural es el referido al acceso a la propiedad agraria y es allí donde indígenas y afrodescendientes revelan sus mayores preocupaciones.
Para el caso de los pueblos indígenas, los que no habitan en la región amazónica, en la del Pacífico y en las sabanas de la planicie oriental del país, que en términos demográficos son la mayoría de la población indígena del país, existe una deuda histórica en materia de acceso a la tierra. Las poblaciones indígenas que se asientan en la región central del país, al igual que comunidades afrodescendientes en los valles de los ríos Cauca y Magdalena y de la Costa Caribe, no disponen de tierras suficientes para garantizar su seguridad alimentaria, menos aún producir para el mercado.
Para la redistribución de la tierra, el acuerdo contempla la conformación de un fondo de tierras de tres millones de hectáreas que será integrado, entre otras, con tierras provenientes de procesos de extinción de dominio (judicial y administrativa), de recuperación de baldíos indebidamente apropiados u ocupados y de sustracción de áreas de reserva forestal. De un lado, los indígenas en diferentes oportunidades han manifestado que a dicho fondo no deben ingresar tierras reclamadas por ellos, que pueden ser objeto de extinción de dominio o baldíos recuperados. Sobre los baldíos, históricamente han rechazado ese concepto por cuanto desconoce la ocupación ancestral por las comunidades indígenas, y también se oponen a la sustracción de áreas de reserva forestal, porque éstas en gran medida convergen con territorios étnicos, que no todos están titulados. En su lugar han propuesto afectar la gran propiedad terrateniente, poner límites a la concentración de la propiedad y prohibir el acaparamiento de tierras, demandas que claramente no quedaron incluidas en los acuerdos de La Habana[1].
En las regiones donde en mayor medida se concentra la propiedad de la tierra, como en los departamentos del Cauca, Valle del Cauca, Nariño, Tolima o la costa Atlántica, donde se ha desarrollado la economía agro empresarial y en los valles fértiles o susceptibles de mecanizar, las comunidades étnicas y la población campesina aledañas no tienen satisfecho el acceso a la tierra y la guerra experimentada durante medio siglo es manifestación del conflicto por la distribución de la propiedad rural. En tales regiones, si no se afecta la gran propiedad, cabe preguntarse si el fondo de tierras que se crea con el acuerdo de La Habana, permitirá que las familias y comunidades sin tierra puedan acceder a ella, en forma suficiente y con garantías de sostenibilidad económica y ambiental.
De otro lado, la prioridad de este fondo es garantizar el acceso a tierras de la población campesina y en general a la población rural victimizada, de manera individual o asociativa, y de personas o comunidades que participen de programas de asentamiento o reasentamiento. Ello significa que, en principio, dicho fondo de tierras no tiene por finalidad resolver el acceso a la propiedad colectiva de comunidades indígenas y afros, a menos que éstas sean objeto de programas de asentamiento o reasentamiento.
En las definiciones de última hora, las organizaciones lograron incorporar en el capítulo étnico, como principio general para la implementación de los acuerdos, la protección de las tierras y territorios ocupados o poseídos ancestral y/o tradicionalmente por ellos, y su inclusión como beneficiarios del Fondo de Tierras y de otras medidas acordadas de acceso a tierras. Pero ello no será suficiente para satisfacer sus necesidades de tierras y las de los otros pobladores rurales si no se afecta la gran propiedad, lo que determina que la disputa por la tierra se dará entre las poblaciones rurales.
Con relación a los grandes territorios titulados como resguardos o tierras colectivas en las tierras bajas, en áreas cubiertas de bosques y en zonas conocidas por su riqueza en minerales, también debe indagarse cómo se concibe el desarrollo rural para sus pobladores y por la forma como aparece ordenado el territorio en los que habitan.
Una aproximación a la diversidad de construcciones que en el curso de la historia se han decantado respecto al manejo territorial, muestra que la apropiación colectiva del territorio por los pueblos indígenas y poblaciones afrocolombianas tiene consecuencias en las relaciones que establecen con el entorno económico, como también con la institucionalidad nacional. Aunque en el ordenamiento jurídico sus territorios son asumidos como una unidad, en los distintos contextos la propiedad colectiva adquiere sentido según la cultura de sus pobladores, los factores ambientales que le confieren identidad y la forma como tales áreas han sido afectadas por agentes externos. En el capítulo étnico de los acuerdos de La Habana, se hace énfasis en que la implementación de la Reforma Rural Integral debe garantizar la perspectiva étnica y cultural, las dimensiones culturales y espirituales de su territorialidad, así como los planes de vida, de ordenamiento y manejo ambiental en el marco de los programas de desarrollo con enfoque territorial (PDET).
El enfoque territorial del desarrollo obliga entonces a situarse en las realidades concretas que hacen al territorio y a sus pobladores naturales. Para el caso, vale pensar, por ejemplo, el territorio del pueblo Wayúu en el departamento de la Guajira, que desde la década de los setenta del siglo pasado experimenta la explotación del carbón, el gas y el petróleo, afectando de manera definitiva el entorno ambiental y los derechos de las comunidades indígenas, pero también de comunidades afrodescendientes y campesinas.
Formular en dicha región un plan de desarrollo con enfoque territorial, significa interrogarse sobre el impacto de la minería del carbón respecto a la degradación del entorno ambiental y de las fuente hídricas, el abastecimiento de agua y el sistema alimentario de la población, que en la actualidad muestra graves consecuencias en la situación nutricional de la población infantil y altos índices de mortalidad en este segmento de la población wayúu. Si estas condiciones se toman en cuenta, el enfoque territorial obliga a plantear cambios en la política económica regional y poner en cuestión la minería, especialmente la del carbón.
Así como en la Guajira, una parte importante de los territorios étnicos han experimentado la degradación ambiental y la vulneración de los derechos de la población por efecto de la extracción de recursos naturales y de la guerra. Sobre estos territorios, y también sobre las tierras en poder de la población campesina, el Estado otorga títulos mineros y proyecta la actividad de exploración y explotación expropiando a estas poblaciones, forzando su desplazamiento o condenándolas a vivir en la miseria y la destrucción que deja la minería a gran escala. En los procesos que agencian esta minería, se asume como legal la expedición de títulos mineros sin que sus propietarios tengan información al respecto, implementar la explotación en contravía de la perspectiva territorial de pobladores en resguardos y territorios colectivos, y que las poblaciones campesinas sean invisibles en todo el proceso.
Pero la actual política minera no es tema que se ponga en cuestión en los acuerdos de La Habana, pues desde los inicios de los diálogos el gobierno nacional fue enfático en afirmar que allí no se debatirían cambios de naturaleza estructural frente al modelo de desarrollo, como es el caso de la política minero-energética.
En esa misma lógica se asume la consulta previa para pueblos y comunidades indígenas y afrodescendientes, la que es percibida como obstáculo para el desarrollo nacional. El capítulo étnico de los acuerdos, reitera la salvaguarda de la consulta previa junto con el derecho a la objeción cultural, al igual que los derechos a la participación y al consentimiento previo, libre e informado para la implementación de los acuerdos, pero no para que los PDET excluyan a la gran minería de sus territorios, como fue reclamado insistentemente por las organizaciones durante los diálogos de paz.
Por ello el gobierno propone su reglamentación para convertirla en simple formalidad, negando su esencia como instrumento de participación efectiva en la toma de decisiones sobre los proyectos económicos que afectan gravemente a los territorios y poblaciones étnicas[2].
Y así como la política minera no es tema del desarrollo rural con enfoque territorial, tampoco se cuestiona la gran propiedad agrícola y ganadera frente a este enfoque. Aunque se propone el fortalecimiento de la economía campesina, familiar y comunitaria, en realidad la perspectiva del acuerdo viene a complementar la política que se condensa en la conformación de Zonas de Interés de Desarrollo Rural Económico y Social, la cuestionada Ley Zidres, en las que la gran empresa de forma eufemística se “asocia” con pequeños productores o propietarios, para que éstos dispongan sus tierras y su trabajo en función del proyecto empresarial. Por esa vía se les enajena y se les condena a vivir subordinados y también es ruta para la apropiación de baldíos por el gran capital.
Es claro que los acuerdos de La Habana no significan por sí mismos la solución de los conflictos de tierras o del desarrollo rural, ni el fin de la violencia en las zonas rurales, pero no obstante deben verse como una oportunidad para pensar a fondo cuestiones esenciales en esos temas, que hacen al futuro de la población rural, sus opciones de vida y de desarrollo.
Para las comunidades étnicas, es oportunidad para emprender procesos dirigidos a la reconstrucción o fortalecimiento del tejido social, de las instituciones propias y las dinámicas comunitarias para la toma de decisiones, como condición necesaria para una adecuada participación en la implementación de los Acuerdos en los temas relativos al desarrollo con enfoque territorial y al acceso a mecanismos de la reforma rural integral, incluido el tema de la sustitución de cultivos de uso ilícito y, en especial, para afrontar procesos de reinserción de desmovilizados, retorno de poblaciones desplazadas y el acceso a los mecanismos de justicia transicional.
Particularmente en el tema de la tenencia de tierras, su implementación está sujeta a la adopción de normas y políticas que en su momento serán definidas en escenarios de participación. Dado que nada indica que sea la gran propiedad la que se va a afectar para resolver la tenencia de los pobladores rurales, resulta previsible que la lucha por acceder a las pocas tierras disponibles se mantenga entre los sectores rurales postergados, es decir, entre comunidades indígenas, afrodescendientes y campesinas. Por ello, en las múltiples propuestas generadas por las organizaciones representativas de estos sectores de cara al proceso de paz, fue reiterativa su demanda de que cualquier decisión al respecto sea fruto de acuerdos entre los diferentes sectores sociales para evitar superposiciones y conflictos interétnicos. Este tipo de conflictos ya se han suscitado en algunas regiones a causa de la entrega de tierras y también se verifican tensiones frente a la conformación de Zonas de Reservas Campesinas, en algunos casos alentadas por intereses contrarios a esta figura de ordenamiento que le pone límites a la extensión de la propiedad rural y le da prioridad a la propiedad campesina.
En la agenda de los grupos étnicos los espacios de convergencia de los sectores rurales de hecho se vienen impulsando de tiempo atrás, como la Mesa Nacional de Unidad Agraria o el Pacto Agrario, para proyectar cuestiones de interés común frente al desarrollo rural y sus derechos. Articulaciones y alianzas de este tipo se deben fortalecer en los territorios que es donde afloran los conflictos y se resuelve la disputa por la tierra, para buscar acuerdos sostenibles en la materia, como forma de prevenir nuevas formas de victimización en favor del gran capital y de quienes concentran la propiedad agraria.
Respecto de políticas económicas del Estado, el fortalecimiento interno y la articulación efectiva de pueblos, comunidades y organizaciones rurales, también es condición para forzar el debate sobre el modelo de desarrollo vigente, la concepción del desarrollo rural y la política minera. Mientras la sociedad colombiana no encuentre el escenario apropiado para debatir y generar acuerdo frente a estos temas, la minería se mantendrá como fuente de conflicto y los territorios mineros seguirán siendo espacio de saqueo y zonas donde agentes armados controlan la tierra para asegurar que las trasnacionales mineras y empresarios ilegales puedan desplegar su proyecto económico.
El fortalecimiento y la articulación social también es condición para que la consulta previa se asuma realmente como derecho fundamental, pero más aún como proceso de concertación entre los sectores rurales postergados y de estos con el Estado.
Ana Cecilia Betancur. Abogada de la Universidad de Antioquia. Durante los últimos 30 años ha trabajado con organizaciones, pueblos indígenas y comunidades campesinas en Colombia y Bolivia en la reivindicación y defensa de sus derechos.
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