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Al cumplirse este 24 de noviembre el primer año de la firma del acuerdo final de paz se hacen muchos balances sobre su significado en la historia de Colombia, sus alcances y las limitaciones en la implementación de cada uno de sus compromisos. Todas las páginas de ese acuerdo final están bajo el escrutinio crítico y por supuesto no escapan las que se refieren a la política sobre drogas que aparece como la primera preocupación de la administración Trump en lo que a Colombia se refiere.
Estas notas se proponen llamar la atención sobre los profundos cambios que se han desatado en la realidad colombiana con la firma de los acuerdos de paz entre el gobierno de Colombia y las Farc-Ep que significan oportunidades de transformación positiva en muchos asuntos y en particular en lo que se refiere al narcotráfico y sus impactos en la sociedad.
El capítulo 4 del acuerdo final se denominó “solución al problema de las drogas ilícitas”[1] y a pesar de abordar lo relativo a cultivos de hoja de coca, producción de cocaína, narcotráfico, consumo problemático y lavado de activos sólo ha sido divulgado en lo relacionado con las hectáreas de coca sembradas y el incremento que han tenido desde el 2014 al 2017. En los informes oficiales y de la DEA se habla mucho sobre las causas del aumento extraordinario de la oferta de coca y la cocaína sin que llegue al meollo del problema; la reiteración de discursos propios de la guerra de las drogas lleva a algunos analistas a no reconocer el cambio dramático de la situación de la oferta de drogas por la terminación de la guerra interna y la inmediata irrupción de un movimiento social campesino y étnico que reclama la reconversión de regiones cocaleras en economías legales.
El acuerdo de La Habana merece todos los debates y no cierra la construcción de nuevas políticas sobre los cultivos prohibidos o en general sobre las drogas. Pero al mismo tiempo hay que verlo en su contexto como un gran avance y una oportunidad excepcional para respuestas innovadoras en las múltiples dimensiones del problema. Los hechos son tozudos y en los pocos meses de implementación encontramos que en todas las regiones en las cuales las Farc-Ep tenían influencia y conexión con las economías cocaleras hoy hay un verdadero tsunami social buscando caminos de reconversión en economías legales. Y ese tsunami abarca también muchas otras zonas en las cuales no era importante la presencia de las Farc-Ep. Hay también una recomposición violenta de los negocios ilegales y es evidente la confrontación entre la oferta veloz del narcotráfico para darle continuidad al flujo de cocaína y la lenta iniciativa desde la sociedad y el Estado que debería mostrar que desde la legalidad pueden ser mayores los horizontes de bienestar. En estas regiones toda está en crisis y en redefinición y el curso definitivo de la vida económica y social, de los niveles de violencia o de convivencia pacífica, se define en estos meses dependiendo de la respuesta democrática y de soluciones de fondo que se den desde el Estado implementando los acuerdos de desarrollo integral territorial.
El acuerdo final habla de la necesidad de una “nueva visión”[2] y retoma algunas de las recomendaciones consensuadas en las Naciones Unidas o basadas en las lecciones aprendidas en cuarenta años de guerra antidroga y de intentos de desarrollo alternativo a las economías basadas en plantas prohibidas. Esa nueva visión se propone como resultado de la participación de las comunidades y sectores sociales o económicos implicados en el desarrollo regional y al mismo tiempo en el diálogo internacional con Estados Unidos y los organismos multilaterales. En esa dirección se proyecta una conferencia internacional que aborde opciones nuevas en cuanto a política de drogas.
Para la construcción de la “nueva visión” hay claves en los acuerdos como las siguientes:
La implementación de los acuerdos en materia rural y de política antidroga comenzó con el pie equivocado al subordinar todos sus componentes a una estrategia militar y policial de control territorial. La lógica de la estrategia parece ser entrar a controlar territorios cocaleros, laboratorios o rutas en donde antes era difícil por la protección armada de las Farc-Ep y neutralizar la llegada directa o fortalecimiento de agentes del narcotráfico, grupos armados organizados o bandas asociadas. Hacia este objetivo de control territorial se orientaron 65.000 efectivos de la fuerza pública. Simultáneamente con esta operación se puso en marcha la ofensiva de erradicación forzada mediante ocupación de predios y cultivos por el ejército y la policía antinarcóticos.
Con ese telón de fondo de ocupación militar de territorios se inició la implementación de los acuerdos con la oferta del Plan de Atención Inmediata (PAI)[4] como fase preparatoria de los planes integrales de sustitución. El punto de referencia fue el acuerdo entre el gobierno y las Farc de un paquete de beneficios a los campesinos que se acogieran al pacto voluntario de sustitución. Y con ese PAI los delegados del gobierno y las Farc recorrieron las zonas priorizadas en Nariño, Cauca, Putumayo, Caquetá, Guaviare, Meta, Choco, Antioquia y Norte de Santander para suscribir preacuerdos con las organizaciones regionales y locales representativas de los campesinos cocaleros y vecinos en las veredas dependientes de ese negocio. Ese marco de compromisos se presentó como la base para la firma de aceptación por parte de cada familia en los territorios correspondientes y el inicio en algunas zonas del proceso de sustitución.
El resultado de la convocatoria a los planes de atención inmediata y sustitución voluntaria fue asombroso. En solo seis meses los pactos colectivos y locales comprometieron al gobierno con 115.000 familias en 72.000 hectáreas de cultivos de coca. Al mismo tiempo en veredas vecinas a las cubiertas con la promesa del programa campesinos cocaleros y comunidades étnicas que no habían sido convocadas se levantaron para exigir ser incluidas en los pactos de sustitución voluntaria y por lo mismo excluidas de la ofensiva de erradicación forzada. Se puede calcular que otras 100.000 familias se sumaron a ese gran movimiento por la inclusión en los programas de reconversión en economías legales. Ese es el hecho extraordinario desatado por el anuncio de implementación de los acuerdos y la expectativa de comunidades, familias y regiones enteras de salir de la economía del narcotráfico y de los círculos infernales de la violencia y de las denominadas economías de guerra.
Son varios los factores que desencadenan el tsunami cocalero hacia la legalidad. El detonante se gesta con la firma del borrador del acuerdo en materia de drogas anunciado el 16 de mayo de 2014 y se dispara con la firma definitiva en noviembre de 2016. El borrador de 2014 da un doble mensaje al pequeño productor y a las comunidades: el negocio de la coca y la pasta básica entra en zona de turbulencia y de mayores incertidumbres allí donde ha existido influencia o regulación armada por parte de las Farc-Ep y, al mismo tiempo, se anuncia una compensación para quienes a la hora de la sustitución voluntaria tengan coca para mostrar. Pero la firma del acuerdo final y el anuncio del plan de acción inmediata de pactos de sustitución voluntaria dan un mensaje más radical: el negocio se acabó o tiende a deteriorarse y lo mejor es aceptar una propuesta regular e incierta como implementación del acuerdo, que quedarse en el infierno del narcotráfico y de las nuevas formas de violencia y represión.
La erradicación forzada, con su meta en 2017 de destruir 50.000 hectáreas de sembrados de hoja de coca, influye brutalmente en las manifestaciones de campesinos cocaleros y comunidades reclamando ser incluidos en los pactos de sustitución voluntaria.
Por una u otra motivación el hecho sin precedentes en Colombia y en el mundo es que hoy tenemos a cientos de miles de campesinos e integrantes de pueblos étnicos reclamando ser parte de las economías legales prometidas en los acuerdos de paz, en pactos como los suscritos con la Cumbre Agraria o en los programas enunciados por las comunidades indígenas y afrodescendientes de toda Colombia. Son millones de personas, entre las más pobres y golpeadas por la violencia armada y las guerras territoriales, las que hoy se levantan para exigir la inclusión en los programas prometidos por el gobierno en razón de los acuerdos de paz. Desafortunadamente, allí en donde hay una oportunidad transformadora extraordinaria, muchos gobernantes, opinadores, redactores de informes de la DEA o de centros de pensamiento, solo ven criminalidad, complicidad con el narcotráfico o nuevos objetivos militares.
Las cifras ilustran la magnitud del movimiento social por la reconversión de economías ilegales:
Desafortunadamente es cada vez mayor la distancia entre la demanda por la implementación de los pactos voluntarios y la capacidad o velocidad de respuesta que ha mostrado el gobierno. El tsunami a favor de los pactos voluntarios desbordó al gobierno y puso en evidencia la falta de recursos y la descoordinación interinstitucional con los Ministerios de Hacienda y Agricultura y las Agencias sucesoras del Incoder.[5] Inicialmente se habló de llegar a 50.000 hectáreas sustituidas al 15 de noviembre de 2017 y en octubre ante la lentitud del programa se cambió la fecha para mayo de 2018. Los problemas no se han mostrado sólo en las metas sino en la desconexión de los pactos de sustitución voluntaria concretados en planes de acción inmediata con el conjunto de la política de reforma rural integral, los planes de desarrollo con enfoque territorial y los Planes Integrales de Sustitución (PNIS)[6].
El Plan de Acción Inmediata se plasmó en compromisos escritos que tienen varios componentes de corto plazo y con un horizonte final de dos años. El primer componente de apoyo a las familias con pagos mensuales o bimensuales para un total de $12 millones en el primer año, más $1,8 millones para proyecto de pan coger y dos proyectos productivos, de ciclo corto y largo plazo, por valor de $19 millones y además $3,8 millones/familia para asistencia técnica. A ese paquete de $36 millones/familia se le agregan otros aportes de bienestar social urgente al adulto mayor, infantes, atención en salud y educación, apoyo para búsqueda de empleo de los asalariados y de créditos o recursos para proyectos asociativos, planes de infraestructura de ejecución rápida, de sostenibilidad y protección ambiental. El total puede estimarse en $60 millones de pesos familia en el primer año, sin incluir la formalización o acceso a la tierra en forma progresiva y el inicio del conjunto de planes territoriales previstos en el Acuerdo Final y en las políticas públicas de inversión social.
Esto significa que sólo el PAI, entendido como la cuota inicial de los Programas Integrales de Sustitución tendría un valor de $24 billones de pesos si se pretendiera atender a las 100.000 familias que están cubiertas por los pactos ya firmados y a otras 100.000 que están pidiendo ser incluidas. De esa cifra $12 billones correspondería a los aportes por familia y otra cantidad igual a las inversiones complementarias. La sola cifra muestra la dificultad de un programa semejante para ser ejecutado antes de terminar el actual gobierno. Pero los problemas del esquema son aún más evidentes cuando se tiene el compromiso de poner en marcha de inmediato decenas de miles de proyectos productivos de ciclo corto, cortísimo o largo plazo.
Es probable que a mediados de 2018 la estrategia de sustitución voluntaria se acerque a la meta de 50.000 familias con algún pago de la mensualidad equivalente a un millón de pesos, pero como van las cosas muy pocos habrán iniciado los proyectos productivos de pan coger o de ciclo corto; en esas condiciones las familias utilizarán el apoyo para pago de deudas y gastos urgentes y un porcentaje importante de ellas seguirá vendiendo coca o pasta básica acumulada y resembrando monte adentro.
En términos prácticos los planes integrales de sustitución antes de terminar el actual gobierno podrán iniciarse sólo en una fracción del total de familias incluidas en los pactos voluntarios y tendrán futuro si se redefinen metas y se retoman los supuestos del acuerdo final que hace depender el éxito de los planes integrales de sustitución y desarrollo alternativo de programas mayores de reforma rural y de opciones inmediatas y a mediano y largo plazo para las poblaciones atrapadas hoy en las redes de producción de insumos para el narcotráfico. Aquí también es válido decir que lo importante es comenzar a recorrer el camino con transformaciones de fondo y no intentar cumplir metas ilusorias, ineficaces e imposibles.
La estrategia de erradicación forzada que se le ha encomendado de manera improvisada a la fuerza pública se presenta exitosa por aproximarse a la meta de 50.000 hectáreas de sembrados de hoja de coca eliminados antes de terminar el 2017. Según el informe del observatorio de cultivos declarados ilícitos e Indepaz entre enero y septiembre de 2017 se habían realizado operaciones de erradicación forzada en 147 veredas correspondientes a 45 municipios.[7] En 2017 de esas operaciones la fuerza pública se encontró con grupos de campesinos que protestaban o intentaban bloquear la erradicación y en 49 casos la situación se transformó en enfrentamientos violentos con resistencia de los cocaleros y acción represiva de la fuerza pública. Se estima que el 30 % de los cultivos ocupados para erradicación forzada ya estaban inscritos en los pactos de sustitución voluntaria.
La efectividad de las modalidades de erradicación forzada ha sido cuestionada en todos los documentos de evaluación de políticas antidrogas producidos por organismos de las Naciones Unidas y de cooperación internacional. Así consta en documentos como UNDC 2106, monitoreo de territorios afectados por cultivos ilícitos, BMZ, reformulando el enfoque de desarrollo alternativo, UNODC, 2014, desarrollo alternativo – evaluación temática mundial, conferencia internacional sobre desarrollo alternativo.
El señor Bo Mathiasen, representante en Colombia de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, el pasado 3 de noviembre de 2017 afirmó que:
"La erradicación forzosa no es desarrollo, es una medida represiva". "La resiembra de zonas de erradicación forzosa sin la intervención de alternativas de desarrollo es muy elevada. Sabemos que a los tres meses de la erradicación, la resiembra es del 25 al 30 por ciento. Y después de un año alcanza el 50 por ciento o más de la superficie erradicada”.[8]
Pero además de las dinámicas de resiembra y de los altos costos de estas operaciones que comprometen a decenas de miles de efectivos de la fuerza pública, esta estrategia lleva a una nueva guerra del Estado en contra de comunidades y centenares de miles de pobladores rurales identificados como objetivos de la represión y condenados a la desesperación y al hambre. Si cumplen este año la meta de 50.000 hectáreas erradicadas en operaciones militares y el otro año una cifra similar, eso significa que más de 150.000 familias son tratadas como enemigos. El ejército y la policía que son los encargados de llegar con el garrote a las comunidades, en lugar de ser la avanzada de la paz y de la llegada del Estado social a zonas que han sido azotadas por la guerra, se presentan como la nueva amenaza y los encargados de una nueva ola de desplazamiento masivo y criminalización a gente pobre.
Los trágicos sucesos ocurridos en El Tandil el pasado 5 de octubre cuando fueron masacrados siete campesinos, mostraron la necesidad de una seria caracterización de las comunidades cocaleras o zonas de impacto de esos cultivos ilegales y sus economías conexas que se han identificado como blanco de erradicación forzada.
Si se analizan los cultivos en 147 veredas en donde se realizaron o intentaron operaciones de erradicación forzada se encuentra que no existe una diferencia evidente con 291 veredas en las cuales se firmaron pactos voluntarios de sustitución.[9] No hubo estudios ni caracterizaciones previas pues toda la estrategia se subordinó al objetivo de cumplir metas semanales de erradicación que pesan sobre la cabeza de los mandos enviados a terreno a semejante tarea.[10]
A posteriori de la ofensiva de erradicación se ha estado construyendo una justificación argumentando que la acción militar de erradicación se dirige contra cultivos industriales y redes de narcotraficantes. Pero es imposible sostener que las 42.000 hectáreas que aparecen como erradicadas entre enero y octubre de 2017 sean cultivos industriales o que correspondan a cultivos con más de 3,8 hectáreas que es la cifra a partir de la cual algunos entes del Estado dicen que dejan de ser de pequeños productores para pasar a ser inversiones directas de narcotraficantes.[11] Es más probable la hipótesis de que la inmensa mayoría de la coca erradicada era de cultivadores pobres que ahora deambulan por esos territorios intentando sobrevivir.
En todas las protestas y bloqueos los cocaleros llegan al extremo de arriesgar su integridad por la situación de extrema necesidad e indigencia a la que son empujados con erradicaciones violentas que no ofrecen ninguna alternativa. Es por eso que arriesgan la vida y no por ser agentes del crimen organizado. En esa situación vulnerable de los pequeños productores la mayoría de las protestas son espontáneas y sólo en casos especiales tiene peso la presión de narcotraficantes, de bandas residuales o disidentes de las Farc.
Estas notas pueden ayudar a retomar reflexiones y propuestas dirigidas a fortalecer políticas sobre drogas y la implementación de aquellas que están retomadas o formuladas en los acuerdos de La Habana o con las organizaciones sociales y étnicas. De lo dicho aquí y en otros textos pertinentes[12], lo mismo que a partir de ideas recogidas en el intercambio con líderes/as y académicos destaco algunas pistas a considerar:
Autor: Camilo González Posso. Presidente del Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz – Indepaz. C.e: camilogonzalezposso@gmail.com
Resumen del documento “Balance de un año de implementación de la política de sustitución de cultivos de coca- El tsunami cocalero hacia la legalidad desborda al gobierno. Disponible en: http://www.indepaz.org.co/7769/balancede-un-ano-de-implementacion-de-la-politica-de-sustitucion-de-cultivos-de-coca/
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