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Carlos Salgado[1]
El gobierno presentó a consideración del Congreso de la República el Proyecto de Ley sobre Desarrollo Rural en Colombia, dentro del cual se crea el Programa “Agro, ingreso seguro”. Este proyecto tiene un aspecto relevante para el agro colombiano y para el país porque tiene la pretensión de ser una ley de leyes, en el sentido manifiesta la intención de recopilar la dispersa normativa definida desde la Ley 200 de 1936 y hasta la fecha.
Con la pretensión que tiene la Ley, lo primero que cabría esperar de este proyecto es una exposición de motivos lo suficientemente clara y documentada tanto del sentido que se requiere imprimir actualmente al desarrollo rural como del contenido de los artículos, normas y leyes que se derogan. Pero esto no es así. Bajo una muy ligera –por no decir insólitamente deficiente- sustentación de motivos, el gobierno sólo da razones de tipo funcional y administrativo para proponer la nueva ley, como si 70 años de historia jurídica pudiesen asumirse únicamente desde esta perspectiva.
La exposición de motivos manifiesta que los alcances del proyecto de ley son: evaluar la normatividad vigente a la luz de la nueva visión del sector, compilar, armonizar y organizar las normas para producir un estatuto único, y determinar y precisar las funciones del Incoder y demás organizaciones.
La visión que tiene el gobierno del desarrollo rural “se enmarca en las nuevas realidades de la economía nacional, caracterizada por los procesos acelerados de liberación comercial, de internacionalización de la economía de Colombia y del mundo, que requieren de un renovado impulso al desarrollo empresarial y al papel central de la iniciativa privada, con una intervención estatal orientada al mantenimiento de la estabilidad macroeconómica, a la provisión de bienes públicos, a la compensación por imperfecciones en los mercados, a la disminución de los costos de transacción, y a la descentralización y coordinación institucional” [Punto II de Alcance del proyecto].
Bajo estos objetivos, estiman que la política de desarrollo rural debe orientarse a potenciar las capacidades productivas y de decisión empresarial, mejorando la rentabilidad y la competitividad, con el fin de elevar los ingresos, generar más empleos, diversificar oportunidades, reducir la pobreza y las desigualdades, y para facilitar el acceso de los pobres a la propiedad de la tierra, los instrumentos de inversión, financiación, tecnología y demás servicios.
Finalmente, el proyecto trata los temas de manejo de subsidios para compra de tierras y para la adecuación de tierras, distribución de tierras con procesos de extinción del dominio, procesos de asignación de tierras a comunidades negras e indígenas y mejora en la gestión institucional, más el programa de Agro Ingreso Seguro.
Los debates dados en el Congreso de la República han conducido a modificaciones en el articulado propuesto por el proyecto inicial, pero interesa en este artículo trabajar algunos aspectos relativos a la intencionalidad gubernamental.
El proyecto de ley intenta reformar y simplificar en un único estatuto 13 leyes, cinco decretos-leyes y 23 decretos reglamentarios. Las leyes que unifica tratan de temas tan diversos como régimen y adecuación de tierras, renta presuntiva, Sala Agraria del Consejo de Estado, aparcería, estatuto general de pesca, baldíos, reforma agraria, desplazamiento forzado, convivencia, mujer rural, administración de bienes incautados y plan de desarrollo, entre otros temas. La sola Ley 200 de 1936 incluía una visión sobre el agro, definida en un contexto muy particular de la historia del país, que se pierde en el proyecto actual.
En un primer momento, puede pensarse que es muy meritorio el propósito de unificar la legislación dispersa, pero cabe preguntarse si dada la amplitud temporal y temática acogida, dicha unificación puede hacerse sin un amplio debate sobre el estado actual del agro, sus conflictos y su futuro, y si los criterios de rentabilidad y mercado dan un panorama suficiente para definir dicha reforma.
Es por esto que para abordar la discusión sobre el proyecto de ley sería necesario observar dos aspectos. Primero, qué queda vigente en términos jurídicos, porque el proyecto recurre a figuras como “las normas que se dicten en materia agraria, tendrán efecto general inmediato, de conformidad con lo establecido en la Ley 153 de 1887, salvo las disposiciones expresadas en contrario” [Artículo 7], pero la Ley 153 no está dentro de las derogadas. Segundo, de acá se desprende que el proyecto no da ninguna razón más allá de la administrativa por la cual un cuerpo de legislación histórico se deroga en términos parciales. ¿Con qué criterio? ¿A juicio de qué? Resulta entones que sin hacer esta relación, lo que queda en pie es un cuerpo legislativo gris, que está en la cabeza de los funcionarios que usaron la tijera.
Otro elemento curioso en el proyecto, es que se llame de “desarrollo rural” y centre sus definiciones esenciales en el tema de la tierra. El Título II, Capítulo 1, “Del desarrollo productivo y tecnológico” tiene 2 capítulos “de los proyectos productivos” y de “Modernización tecnológica”, que refieren a responsabilidades administrativas del Ministerio de Agricultura en el diseño del plan para el desarrollo productivo de áreas rurales y de la responsabilidad del Incoder en la ejecución. No hay ningún articulado que haga referencia a la estructura productiva, al tipo de cultivos seleccionados, a funciones productivas de las regiones y territorios, a estrategias de abasto alimentario, al manejo de los recursos; ni siquiera a política de exportación. El gobierno podría argumentar que estas definiciones están dadas en su programa de gobierno, pero si trata de articular en “un suelo cuerpo” la visión del desarrollo, ¿por qué estás definiciones están ausentes? ¿cómo se puede hacer una reforma sin que se clarifique el marco conceptual por el cual se deja un cuerpo jurídico? ¿A qué van responder los Fondos de Modernización Tecnológica, el Fondo de Fomento Agropecuario y los Centros Provinciales de Gestión Agropecuaria, como no sea al único actor plausible, el “empresario”?
Queda entonces en el proyecto la obsesión por la tierra. Se argumenta que el subsidio para la compra de tierra, la selección y elegibilidad de los proyectos están sujetos a la presentación de proyectos productivos por parte de los beneficiarios, que gozarán para ello de la asesoría de los funcionarios del Incoder. Se reeditan de esta manera unos mecanismos ya desuetos e incumplidos en la definición de las políticas sobre la tierra. La propuesta de reforma agraria por la vía de mercado que estuvo en boga en los años noventa utilizó estos mecanismos de subsidio y proyectos productivos y ambos fracasaron, así como la política misma. Revivirlos o dejarlos dentro del cuerpo normativo que no fue derogado merecería una explicación en el proyecto, como no sea que debamos entender que el proyecto tiene implícita la intención de excluir a quienes no respondan a estos criterios. Este hecho es manifiesto cuando al generalizar estos mecanismos pretende obligar a los Indígenas y Afros a convertirse en elaboradores de proyectos con lógica empresarial para responder a la nueva visión, violando de esta manera su autonomía y principios constitucionales.
También está demostrado que el concepto de Unidad Agrícola Familiar –UAF- utilizado como criterio para la redistribución de la tierra poco aporta a la solución, sobre todo si se usa como criterio universal. Los gobiernos mismos han argumentado que no habría tierra para tanta gente si la redistribución se hiciera bajo este criterio. Revivirlo entonces a la manera tradicional no muestra más que la intención de hacer redistribución marginal. Un enfoque más acertado ligaría las definiciones de tamaño a temas de tecnología, ecosistemas, agroecosistemas de interés y territorios, pero esto no se menciona en el proyecto.
El proyecto conserva la sanción al campesinado que “invada” tierras o cuya posesión esté mediada por formas de violencia [Artículo 56], con lo cual castiga una forma de reivindicación del derecho a la tierra al que han tenido que acudir las poblaciones rurales. Si los mecanismos dispuestos para el acceso a la tierra estuviesen revestidos de un verdadero carácter redistributivo, podría aceptarse que la “invasión” sería innecesaria; pero cuando los mecanismos propuestos son los que han fracasado, desde ya se intuye que la presión social será una vía necesaria para poner de presente la inequidad en la distribución de la propiedad.
Pero hay cuatro artículos que merecen mayor atención, pues dispersos en el articulado general del proyecto apuntan a temas sensibles. Los artículos 75 y 76 que corresponden al capítulo de “zonas de colonización, de reservas campesinas y de desarrollo empresarial”, consagran el que “las sociedades de cualquier índole”, reconocidas por el Ministerio como empresas especializadas del sector podrán solicitar la adjudicación de baldíos en las zonas de desarrollo empresarial., solicitud que podrá hacer tras haber explotado por cinco años el predio, tras la firma del contrato. Habría que saber qué significa “empresa de cualquier índole”, en una época en la cual los criterios empresariales reinan por doquier. Y habría que llamar la atención sobre la feria de los baldíos, usados antaño para efectos de colonización y desfogue de los conflictos sociales y más antes en la historia, para pagos a empresas extranjeras y militares por los favores a la patria. ¿Qué se quiere reeditar hoy? ¿Por qué se evita tocar las tierras del interior de la frontera?
Se coloca también una talanquera a la extensión de los resguardos indígenas, cuando en el Artículo 144 se dice que no se podrá incluir en ellos “predios de propiedad privada de personas ajenas a la comunidad, ni las mejoras de los colonos que se hubieren asentado con anterioridad a la fecha de la diligencia de visita…”. ¿Quiere esto decir que la única posibilidad de ampliación de resguardos se limitaría a terrenos baldíos? ¿Cabrá la figura de “resguardo” dentro de las referidas como “empresas de cualquier índole”?
Pero la joya del proyecto está manifiesta en el Artículo 157, correspondiente al capítulo de “Clarificación de la propiedad y deslinde de tierras”, artículo que “Establece una prescripción adquisitiva de dominio a favor de quien, creyendo de buena fe que se trata de tierras baldías, posea en los términos del artículo 155 de esta Ley (refiere a que “la posesión agraria consiste en la explotación económica regular y estable del suelo), durante cinco años continuos, terrenos de propiedad privada no explotados por su dueño en la época de la explotación, ni comprendidos dentro de las reservas de la explotación, de acuerdo con lo dispuesto en el mismo artículo”.
Se ha dicho que el proyecto de Ley no es claro en su sustentación y soporta la visión del desarrollo rural sobre unas definiciones generales. Quizá por ello sólo pueda entenderse en el contexto actual del país. Dadas sus carencias explicativas, habrá que pensar que el proyecto envía mensajes cifrados, dispersos en el articulado y que están relacionados con otros dos eventos. ¿De qué otra manera se explican los artículos 75, 76, 144 y 157 sino en el espíritu de la Ley de Justicia y Paz? ¿No es acaso un proyecto de Ley que favorece el despojo y la legalización de los negocios rurales de quienes han sido llamados “empresarios de la coerción? ¿No serán ellos los socios que demanda la nueva visión del desarrollo rural?
Igualmente, la precaria sustentación del proyecto debe comprenderse en el contexto del acuerdo comercial con los Estados Unidos, acuerdo en el que se delega toda la organización de la estructura productiva futura. Este tipo de acuerdo abandona cualquier ejercicio para pensar la política pública interna en las manos, supuestamente, del libre comercio.
En esta perspectiva, la intención del gobierno no es otra que la de adecuar a este contexto el ordenamiento de la propiedad rural. De ahí la obsesión por la tierra.
[1] Economista. Las opiniones expresadas no comprometen necesariamente a la organización donde trabaja. C.e: csalgado@planetapaz.org
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