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Sin duda, el agua se encuentra en el centro del debate sobre el cambio climático. Los principales impactos previstos, se relacionan de una u otra manera con este recurso esencial: aumento del nivel del mar y de la temperatura marítima; mayor frecuencia e intensidad de lluvias, con inundaciones en algunas zonas; frente a olas de calor y sequías más severas, en otras regiones. Por otro lado, los pronósticos sobre el aumento de las temperaturas terrestres tendrán también graves consecuencias sobre la disponibilidad y calidad de los recursos hídricos.
El agua, en tanto recurso vital, jugará un papel determinante en los escenarios climáticos y socioeconómicos futuros. En las próximas décadas habrá una fuerte variación de los recursos hídricos, ya sea por causa del calentamiento global o por usos socioeconómicos, perfilándose de esta manera un panorama extremadamente complejo, en el que el agua será nexo de múltiples relaciones y objeto de conflicto, entre las esferas natural, social, económica, jurídica y política.
Es clara entonces la necesidad de políticas integradoras de cara al cambio climático; los gobiernos y organismos multilaterales deberán garantizar la coherencia entre las políticas relativas al agua y otras orientadas al uso del suelo, la agricultura y la energía.
El cambio climático, como sabemos, tiene como consecuencia un aumento de las temperaturas, mayores en verano y con mayores valores extremos; esto de alguna manera refuerza el ciclo del agua, y se traduce en un aumento de la evaporación y la evapotranspiración (evaporación del agua a través de la plantas).
Las proyecciones indican que las reservas de agua almacenada en los glaciares y en la capa de nieve disminuirán durante este siglo, reduciendo así la disponibilidad del recurso durante los periodos calurosos y secos. Habrá variaciones en los patrones de precipitaciones, que resultarán en inundaciones, cambios en los caudales de ríos y lagos, sequías y escasez de agua, dependiendo de la zona. También disminuirá la escorrentía; es decir que no solo lloverá menos, sino que también se perderá más agua. La falta de lluvias también afecta las reservas de aguas subterráneas, las cuales representan un papel fundamental en el ciclo hidrológico.
La actividad humana, claro, no es ajena a estos siniestros, en tanto contribuye, por un lado, al cambio climático, pero también crea condiciones para generar el peor escenario posible. Así, por ejemplo, la deforestación, la urbanización de terrenos rurales o los cambios en la gestión de ríos tienen un claro papel en el caso de las inundaciones. El aumento de fenómenos extremos afectará la calidad del agua y agudizará la polución de la misma por múltiples causas, con claros efectos negativos sobre los ecosistemas, la salud humana, y la fiabilidad y costos de operación de los sistemas hídricos. Se calcula que, en los países en desarrollo, la incidencia de la diarrea aumentará aproximadamente un 5% por cada grado centígrado de aumento de la temperatura.
Para 2025, 1.800 millones de personas vivirán en países o en regiones donde habrá escasez absoluta de agua. Se prevé que la nieve y el hielo de los Himalayas, que proporcionan a la agricultura de Asia grandes cantidades de agua, disminuirán un 20% para 2030. En el Estado Español, se pueden agravar problemas ya crónicos; en zonas con perfil de altas temperaturas y bajas precipitaciones, los aportes de agua pueden disminuir hasta en un 50%.
Dados estos impactos sobre los recursos hídricos, se espera una época de conflictos territoriales en lucha por el agua, pero también es muy probable que comiencen a surgir conflictos entre los distintos usos de la misma. Sin duda, se registrarán (y ya se están registrando) pérdidas millonarias, sobre todo en el terreno de la agricultura: muchos cultivos deberán ser desplazados hacia otras zonas, o simplemente abandonados. Los cambios en la cantidad y calidad del agua por efecto del cambio climático afectarán la disponibilidad, la accesibilidad y la utilización de los alimentos. Actualmente, se consume agua por encima de las posibilidades que tenemos de disponer de ella, nos encontramos entonces en una situación de sobreexplotación del sistema. Numerosas cuencas fluviales explotadas intensivamente, de las principales regiones productoras de alimentos, ya trabajan al límite de sus recursos básicos. El 70% del agua que se consume mundialmente se destina a la agricultura y ganadería. El sistema alimentario en general demanda desproporcionadas cantidades de agua; así, por ejemplo, para obtener un tomate, se utilizan 13 litros de agua, pero saltamos a 140 litros si pensamos en una taza de café, y a 2400 si hablamos de una hamburguesa. Para obtener un filete de carne se utilizan ¡15.000 litros de agua!
Hemos de enfrentarnos entonces no solo a la sequía climática, sino también a una sequía, no menos importante, provocada por la humanidad, la cual es causada por una gestión del agua más preocupada en aumentar las ganancias que en gestionar los recursos.
Sin duda, resulta necesario desarrollar una nueva cultura del agua fundada en una gestión integral del recurso, que sin perder de vista la eficacia y eficiencia, priorice el interés social y ambiental en los usos del agua. El agua es un derecho inalienable y, como tal, no puede ser mercantilizada y tratada como commoditie.
La gestión del agua deberá ser uno de los pilares en los acuerdos sobre Cambio Climático, pero siempre en el marco de políticas integrales y coherentes.
La mayoría de la gente parece perderse entre datos de emisiones, nombres de gases, y grados de temperatura. Pues bien, el cambio climático ya está aquí, y no se trata de abstractas cifras en tablas complejas, sino de una realidad muy concreta y palpable que millones de personas sufren a diario en la actualidad.
Se calcula que hay en el mundo más de 22 millones de personas refugiadas y 30 millones de desplazadas; en estas estadísticas, no obstante, no se contempla oficialmente la categoría que aquí nos ocupa: los refugiados ambientales. Teóricos y juristas se embarcan en polémicas estériles respecto de si estas personas de llamarse “desplazados” o “refugiados”; pero lo cierto es que existe un gran vacío jurídico. Esta situación exige, sin duda, la redefinición del marco jurídico vigente, adecuado a las problemáticas actuales, basado en un amplio enfoque de derechos.
En 1998, por primera vez en la historia, los desastres naturales arrojaron más población refugiada que las guerras y los conflictos armados. Se calcula que en 2010 unas 50 millones de personas se vieron desplazadas forzosamente de sus hogares por sequías, desertificación, erosión de los suelos, accidentes industriales y otras causas medioambientales. Para 2050, la cifra de refugiados climáticos podría ascender a los 200 millones.
De más está decir que la migración es un fenómeno complejo, definido por diversas variables; el deterioro ambiental –ya sea en forma de sequía, plagas, desastres naturales, accidentes industriales o nucleares- tiene múltiples causas; en general va ligado a hambrunas; sin olvidar los conflictos armados, que, a su vez, tienen graves repercusiones medioambientales (bombardeos, armas químicas, destrucción de cosechas, etc.). Aun aceptando la complejidad del tema, sería una necedad negar las implicaciones del Cambio Climático en estos fenómenos migratorios.
El caso de los desastres naturales, claro, es el punto de mayor consenso. En años recientes, el mundo ha padecido un exceso de desastres; casi uno por día, a un promedio anual de 348 durante la pasada década (Renner y Chafe, 2007). Según la Federación Internacional de la Cruz Roja y las Sociedades de la Media Luna Roja, unas 211 millones de personas al año han sido afectadas durante la última década por desastres naturales; esto es el triple que en la década anterior y cinco veces el número de personas afectadas por conflictos armados.
En general se considera que el Cambio Climático tiene (y tendrá más aún) un significativo efecto sobre las migraciones, a partir de tres aspectos. Por un lado, los impactos del calentamiento y la aridez en algunas regiones se traducen en una reducción del potencial agrícola y disminución de recursos como el agua potable y el suelo fértil. Por otro lado, el aumento de catástrofes meteorológicas y, particularmente de precipitaciones, con sus consecuentes inundaciones, provocan desplazamientos masivos. Por último, el aumento del nivel del mar destruirá grandes zonas productivas de baja altitud, cercanas a la costa, habitadas por millones de personas, que tendrán que marcharse a vivir permanentemente a otro lugar.
Como ya hemos mencionado, el cambio climático no es la única razón por la que se producen los desplazamientos ambientales, pero en general estas dos cuestiones van de la mano. Algunas de las causas del cambio climático –como la minería de carbón, la extracción de petróleo, la deforestación, entre otras–, son también causas de desplazamientos forzados. Muchas de las políticas presentadas como soluciones a este acuciante fenómeno, tales como la minería de uranio, las plantaciones de árboles para absorber carbono, el cultivo de transgénicos a gran escala para la producción de agro-combustibles (los conocidos “desiertos verdes”), producen irreversibles daños locales y se traducen en más desalojos.
Muchas comunidades y familias se ven obligadas a dejar sus hogares, convirtiéndose en campesinos sin tierra, errantes, en busca de un lugar para vivir y trabajar. Tampoco hemos de olvidar los accidentes que han producido éxodos ambientales y que han contribuido en gran medida al empeoramiento del Cambio Climático.
Sin duda, hay una clara relación entre el actual modelo de producción/consumo y el deterioro ambiental, de allí que estos desplazamientos de población deben formar parte del debate de la deuda ecológica.
Hay un gran consenso en cuanto a que los impactos del Cambio Climático son más fuertes en el Sur, a lo cual debe sumarse la situación de pobreza de muchos países de la región, que se traduce en extrema vulnerabilidad. En 1998 un estudio de la ONU estimó que el 96% de las muertes causadas por desastres ocurren en el 66% de la población de los países más pobres del mundo.
África ofrece un panorama devastador. De los 50 millones de refugiados ambientales en 2010, se calcula que la mitad pertenecen al África sub-sahariana. El lago Chad –en la frontera con Níger, Nigeria, Camerún y Chad–, siendo la cuarta reserva más grande de agua dulce, prácticamente se ha secado. El desierto de Gobi, en China, avanza unos 10.000 km2 por año, y representa una seria amenaza para Mongolia, Ningxia y Gansu. La población se ve obligada a desplazarse continuamente. Las zonas heladas del planeta también están sufriendo los terribles impactos. La pérdida de hielo debido al flujo de los glaciares ha aumentado de 50 km3 por año en 1996 a 150 km3 en 2005. Los refugiados ambientales constituyen una problemática que aún no ha sido debidamente analizada, ni reflejada en los medios de comunicación, ni mucho menos asumida por la esfera política. A pesar de esta concedida invisibilidad, es una acuciante realidad en aumento que exige una respuesta inmediata.
Revista Ecología Política: desplazados ambientales. N°33. Junio, 2007.
Revista Migraciones Forzadas: Cambio climático y desplazamiento. N°31. Noviembre, 2008.
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