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Hemos leído en estos días muchas notas disonantes y reflexiones abrumadas sobre el turbulento año que terminó en Colombia. Desde muchos lados llegan pensamientos sobre las negociaciones de paz llenos de frustración y hasta desengaño. No faltan matices ni advertencias éticas pero al final está el desconcierto. Nadie se atreve a la euforia por el riesgo de salirse de tono. El estado de ánimo nacional, esa nube que intentan captar las encuestas, los astrólogos o los más agudos analistas, se describe a medias con palabras mayores: incertidumbre o asombro. Si, pero NO. O viceversa. En medio del ruido de las novedades a veces prima la conmoción.
Hay hechos que ayudan a esas interpretaciones tremebundas. Pero todo eso resiste otras miradas si se colocan las noticias y sus imágenes en la matriz que corresponde y no en las lecturas de los miedos o la distancia entre expectativa, la ilusión y la realidad. Los mismos hechos, inicialmente aturdidores, tienen su sentido como parte de una profunda ruptura que se está produciendo con la inercia de la guerra, en contra de la violencia endémica que sigue presente o de las máquinas de la contrainsurgencia o de las insurgencias que no creen que les llegó la hora final.
Lo cierto es que ha ocurrido lo que hace una década se definía como insólito. El Estado está pactando el fin de la guerra con unas guerrillas que han estado presentes en la vida nacional durante sesenta años. En ese proceso, por lo que respecta al poder, no sólo se ha involucrado el Presidente y la coalición de gobierno, sino todos los órganos del Estado. El Congreso de la República aprobó la enmienda legal que les otorgó poderes al Presidente y sus voceros para conversar negociar y firmar un acuerdo de paz incluidos cambios de fortalecimiento de la democracia, la justicia y la equidad social. El pueblo se pronunció en el Plebiscito del 2 de octubre ordenando revisar el pacto y ese mismo Congreso como representación del pueblo refrendó la actuación del gobierno cuando renegoció el Acuerdo Final firmado con las Farc. Las Cortes han concurrido con sus fallos estableciendo en unos casos la constitucionalidad de leyes y actos legislativos o vigilando las elecciones.
Todo el Estado y la sociedad han estado en movimiento como corresponde a un proceso extraordinario, llamado a dividir la historia de Colombia. Lo que comenzó como una negociación remota se convirtió en debate nacional y movilización de conciencias en todos los rincones bajo el acicate de la polarización, el Plebiscito y sus resultados.
Por todo eso y mucho más es que se puede decir que el año 2016 es el inicio del alumbramiento de una época distinta para las actuales y futuras generaciones. Es la más cercana probabilidad de un cambio de rumbo hacia la completa deslegitimación del uso de las armas y la violencia para las disputas por poderes o formas de acumulación. Es la posibilidad de cerrar un ciclo de luchas armadas insurgentes y de justificación del autoritarismo como régimen permanente de contrainsurgencia aplicado a toda la sociedad. No será el fin de la violencia pero si el fin de su justificación y con ello la obligación de intentar otra manera de dirimir los conflictos en la sociedad en las próximas décadas. No es la transformación segura para la democracia y la equidad pero si la oportunidad para evitar otro siglo de más de lo mismo.
No han faltado las advertencias sobre el carácter parcial de los acuerdos salidos de mesas de negociación entre guerrillas y gobiernos, marcados por una correlación de fuerzas abrumadoramente favorable al orden vigente. Pero el reconocimiento de esa limitación no puede llevar a desconocer la importancia de lo pactado para fortalecer las acciones hacia cambios democráticos en el sistema político y en la implementación de reformas en desarrollo rural, política de drogas, verdad, reparación, justicia y otros derechos de las víctimas. No se pierde de vista que los pactos son apenas puntos de apoyo para las resistencias y la búsqueda de mejores condiciones transformadoras.
Todos los estudios y discursos sobre la paz por la vía negociada han advertido que la terminación del conflicto armado con las Farc con toda su importancia, es apenas parte del proceso, una cuota inicial, el inicio de una transición imaginada con nuevos conflictos, con menos armas pero no exentos de violencia y de riesgos.
Se ha dicho que esa transición supone etapas y desarrollos parciales o incompletos que deben ser orientados hacia nuevos pactos políticos e incluso de armas. Allí se ubica el difícil proceso de negociación entre el gobierno nacional y el ELN, pero de manera especial está viva la confrontación con aquellos sectores que han sido parte activa de la guerra desde posiciones de ultraderecha y que ahora han logrado aglutinar políticamente a un sector muy importante de la sociedad. Allí han concurrido los más guerreristas pero también los radicales de las ideologías neoconservadoras incluidas corrientes religiosas inspiradas en el fanatismo neopentecostal. A ellos se suman también muchos descontentos con el gobierno y los cooptados por los discursos de odio o retaliación por los abusos de la guerrilla y los impactos del conflicto armado.
Alrededor de los estrategas de la guerra se formó una coalición nacional e internacional que gobernó por décadas, y que en los últimos tres lustros, inclinó la balanza definitivamente en contra de la pretensión ilusoria de cambio radical del poder por la vía de las armas. Parte de esa múltiple alianza contrainsurgente, encabezada por el Presidente Juan Manuel Santos, consideró dadas las condiciones para cerrar el conflicto armado en una negociación asimétrica, sin cambios estructurales pero con algunas reformas parciales en lo rural y la promesa de una apertura democrática.
Pero el sector más de derecha y más comprometido con el paramilitarismo y con el reparto territorial heredado de la violencia, ha mantenido su férrea oposición pretendiendo que les resulta más rentable llevar la estrategia militar hasta el aniquilamiento y sometimiento del contrario y de paso cerrarle el paso a cualquier expresión política o social que pueda dar posibilidad a un gobierno de centro y más aún de tipo reformista.
En el Plebiscito del 2 de octubre ese sector autoritario de ultraderecha logró la mayoría de los votos con el discurso de exigir ajustes o correcciones al Acuerdo final suscrito en La Habana entre el gobierno y las Farc y después se ha negado a aceptar la renegociación realizada que llevó a un nuevo Acuerdo Final y a su posterior ratificación en el Congreso de la República. Exigieron que se incluyeran en el texto del nuevo Acuerdo garantías de beneficios económicos en las disputas territoriales y cambios sustanciales en la Jurisdicción Especial de Paz para otorgar gabelas adicionales de impunidad a sus voceros y aliados comprometidos en crímenes de guerra o de lesa humanidad; al mismo tiempo pidieron incluir enmiendas en el nuevo Acuerdo final para inhabilitar políticamente a la cúpula de la guerrilla en la próxima década y obligarla para ello a una estricta privación de la libertad durante el tiempo de eventuales condenas por crímenes atroces o por narcotráfico.
Con la oposición a la solución negociada con reformas y justicia restaurativa están entremezclados los que viven y quieren seguir viviendo de la violencia y la guerra. Las mafias y narcoparamilitares son lo más visible pero allí se incluyen los negociantes oportunistas, legales e ilegales, que se resisten a limitar el botín: quieren seguir en la sombra, sin implicarse directamente en acciones armadas, para continuar beneficiándose de la oportunidad que les brinda ese contexto violento para sus rentas o sus intereses de poder.
La primera dificultad del inicio de la transición se manifiesta en la polarización con esa oposición que representa a sectores poderosos que no han entrado en los acuerdos de paz y que han relanzado su total oposición al Acuerdo final renegociado que desconocen por no acoger todas sus exigencias y por no ser sometido de nuevo al voto popular para una refrendación directa. Califican de ilegitimo y dictatorial al gobierno, sustentando que se ha dado un golpe al constituyente primario, al Congreso y a la Constitución. Esa es la lectura que hacen de la refrendación realizada por el Congreso de la República y de los mecanismos de implementación, incluidas las comisiones de seguimiento y la vigencia del acto legislativo con el Fast Track y los poderes transitorios al Presidente de la República.
Con esos discursos la ultra derecha llama a la insubordinación y la desobediencia civil, a derrotar al gobierno y a derogar los acuerdos desde un triunfo electoral en el 2018. Intentan construir una alianza internacional que incluya a la administración Trump para revertir los pactos y detonar todo con la solicitud de extradición de los jefes exguerrilleros y la redefinición de estrategias de seguridad de la guerra antiterrorista en el continente. Mientras tanto la táctica es sabotear por todos los medios a su alcance, incluidas las demandas ante las Cortes, es multiplicar la oposición a la implementación de los acuerdos o a que se firmen otros similares con el ELN.
La fuerza y fragilidad del proceso y del inicio de la transición se sustenta en la alianza por la paz que llevó al gobierno a Juan Manuel Santos y que tiene amplias mayorías en el Congreso de la República y en los poderes del Estado.
Para avanzar en las negociaciones de paz con las Farc y con el ELN esa amplia alianza ha contado con el respaldo extraordinario de la comunidad internacional, de la mayoría de los grandes grupos económicos y mediáticos, de lo central del poder militar y de un espectro político que va desde la derecha a sectores de la izquierda y a las más importantes organizaciones sociales de trabajadores, intelectuales, jóvenes, mujeres, campesinos y pueblos étnicos. Esa es la alianza que por ahora sostiene la implementación de los acuerdos, la búsqueda de un pacto final con el ELN y la construcción de condiciones para la transición en la próxima década.
La Legislatura Especial de Paz que se inició con la aprobación de la Ley de Amnistía depende de esa alianza y, por ello, la normatividad básica para la implementación de los acuerdos tiene que ser aprobada en 2017 a riesgo de quedar congelada en los inciertos arreglos políticos y de gobierno del período 2018 – 2022.
La heterogeneidad de la alianza por la paz le da su fuerza y también su fragilidad. De su permanencia depende que se logren las reformas pactadas en cuanto a apertura democrática, desarrollo rural, derechos de las víctimas y de la sociedad a la verdad, la justicia, la reparación y las garantías de no repetición y, por supuesto, del tránsito de las guerrillas a organizaciones políticas y sociales en la legalidad.
Se ha advertido que la heterogeneidad de la alianza comienza por la composición de los sectores de la Unidad Nacional y por los grupos de interés que la rodean con sus distintas apuestas. La idea abstracta de “inmutabilidad del modelo económico y político” es base del pacto implícito en la cúspide de poderes que dirigen la política y los límites de la implementación. Y a pesar de la rigidez frente a los cambios, en ese bloque de poder hay un equilibrio inestable que se mantiene nivelando por lo bajo los alcances de los pactos y en espera de los realineamientos de la campaña electoral que se pondrán en acción en el segundo semestre de 2017, cuando se abre la competencia para el Congreso y la Presidencia de la República.
El inicio de la candidatura presidencial de Germán Vargas Lleras y los alineamientos de Cambio Radical y del Partido Conservador obligaran a definiciones a los otros partidos de la Unidad Nacional y al lanzamiento de candidatos realmente alineados con la solución política y la implementación de los acuerdos. Los componentes de centro – izquierda y desde sectores de la llamada izquierda legal o de movimientos sociales han aportado una corriente clave a la alianza por la paz respaldando la solución negociada y la construcción de los acuerdos para la terminación del conflicto armado.
Desde esa alianza por la paz, la izquierda ayudó a la reelección de Santos y hace el difícil ejercicio de acompañar su gobierno en temas de paz y al mismo tiempo diferenciarse o hacer oposición a las políticas que siguen siendo de corte neoliberal, de promoción del modelo de la “locomotora” extractivista a pesar de su crisis, y de privilegios para los grandes inversionistas nacionales y extranjeros. Esa tensión entre alianza por la paz y proyección política propia se hará más fuerte a la hora de las definiciones sobre candidaturas presidenciales y si hay segunda vuelta en 2018.
No debe olvidarse que en Colombia estamos dando apenas el primer paso hacia la superación del conflicto armado. En el pasado ante cada intento de solución negociada fueron más visibles las confrontaciones con los partidarios de seguir la guerra o de la imposición total de condiciones de sometimiento y de asfixia a expresiones políticas legales de corte revolucionario o reformista. El paramilitarismo y el narco-paramilitarismo desplegaron su mayor fuerza cuando se intentó la negociación en los años ochenta y sobre todo después de la Constituyente de 1991 o contra el ensayo de negociación en el Cagúan y años siguientes entre 1999 y 2006. La ultraderecha se exacerbó y buscó sus más radicales expresiones militares y políticas. Los poderes sustentados en la violencia, el autoritarismo y dictaduras regionales o locales no se quedaron en los discursos; entonces las cifras de víctimas crecieron geométricamente y creció la lista de jefes rebeldes asesinados cuando estaban intentado la paz o la política post acuerdos.
En la actual etapa también estamos viviendo la exacerbación de la violencia selectiva, aunque a niveles menores de los que se dieron en las décadas pasadas y dentro de una tendencia general a la disminución de eventos bélicos, de infracciones a las normas del DIH y a menos hechos graves de violencia directamente asociados al conflicto armado.
El cambio de circunstancias ayuda a limitar las expresiones de violencia y hace total diferencia con el pasado el que ahora se de un apoyo formal a los acuerdos desde los poderes del Estado, los mandos de las Fuerzas Armadas y de los aparatos extranjeros de inteligencia y cooperación militar. Se puede constatar la existencia de una voluntad desde el gobierno y las Fuerzas Armadas de pasar a otra etapa parando la guerra y focalizando estrategias frente a las expresiones de conflicto armado y de violencias que continúan en muchos territorios. Por el otro lado no existen dudas sobre la determinación de la comandancia de las Farc de pasar a la vida política legal y cumplir plenamente los pactos de terminación de acciones ilegales y armadas.
A pesar de esas decisiones centrales de poner en marcha todos los dispositivos del fin de la guerra y de las estrategias contrainsurgentes, incluidos sus componentes abiertos o encubiertos de control de poblaciones, siguen en pie por inercia en unos casos y en otros justificados por el enfrentamiento al ELN, a los llamados grupos armados organizados o bandas criminales sucesoras del paramilitarismo o asociadas al narcotráfico y otros negocios ilícitos.
A su vez el repliegue de las Farc hacia las zonas de reagrupamiento o hacia las zonas veredales transitorias supone arreglos en los territorios de retaguardia o de mayor influencia, redefinición de las milicias y de relaciones con organizaciones sociales o comunitarias, fin de negocios de economías de guerra en zonas de cultivos de coca o de minería ilegal o rutas de la logística insurgente y de mafias como las del narcotráfico y el contrabando. Al interior de algunos frentes de las Farc se dan realineamientos y hasta fracturas como las que se han registrado en el Guaviare o en Tumaco que dejan reductos en acciones armadas. El repliegue de las Farc y la inminencia de la dejación de armas, aceleran la recomposición de fuerzas. Además, en zonas de influencia de esa organización aumentan las fricciones con otras fuerzas legales e ilegales que pretenden aprovechar el momento para aumentar su presencia.
Lo más crítico al inicio de la transición es la contraofensiva de la ultraderecha para desmontar los acuerdos de paz que en las regiones ampara la continuidad de las disputas territoriales por tierras, recursos y poder. Esta situación es evidente en zonas de disputa por acumulación ilegal de predios, de reclamos organizados de tierras usurpadas a desplazados o de territorios étnicos.
También se presenta un realineamiento de organizaciones sociales y políticas en las regiones y en especial en aquellas en las cuales se ha vivido con mayor intensidad la violencia y el conflicto armado. Allí en donde confluyen diversas organizaciones armadas, fuertes iniciativas contrainsurgentes, presencia de mafias, parapolíticos, narcotraficantes y poderes corruptos, es mayor la persistencia de la violencia en contra de la población o de líderes sociales o comunales.
Todos esos vectores que concurren en dinámicas violentas se activan por el panorama nacional de polarización y de oposición radical a los acuerdos de paz y sus limitadas reformas. Y también en razón de la inestabilidad de los pactos o sus incertidumbres jurídicas. Los discursos radicales a deponer el gobierno, a revertir los acuerdos o a resistir de toda forma a posibles reformas, sirven de aliciente a los núcleos civiles experimentados en el uso de las armas o de armados; esos núcleos mantienen relaciones, culturas e ideologías capaces de recurrir a las más atroces formas de violencia. Pero también hay dinámicas desde lo regional que mantienen la cultura del uso de la fuerza para dirimir los nuevos conflictos o aprovechar los momentos de crisis nacional o de reordenamientos locales de poder.
En los últimos meses de 2016 fue grande la preocupación por la persistencia de violencias en muchas regiones pero se reflexionó menos sobre la irrupción de grandes movimientos por la paz en todo el país, en los territorios más afectados por el conflicto y en las grandes ciudades.
Las campañas por el Plebiscito mostraron el vigor de ese sentimiento nacional por la paz e incluso los radicales promotores del NO a los acuerdos de La Habana se vieron obligados a hacer sus convocatorias a nombre de la solución negociada argumentando que rechazaban puntos de esos acuerdos pero no la paz ni a la totalidad de lo pactado. Después del triunfo del NO en el Plebiscito sus voceros han evolucionado a posturas más radicales y aún así no encuentran fácil retomar el enfoque guerrerista tal como se presentó en el 2002.
El resultado del Plebiscito alertó a las mayorías urbanas para que expresaran su respaldo a los acuerdos de paz y a la búsqueda de cambios para cerrar la historia de violencia en Colombia. Han sido multitudinarias las movilizaciones en las capitales y las expresiones pacifistas en todos los ámbitos de la vida social, muy especialmente con el protagonismo de la juventud y los centros educativos.
La mayor reserva para la paz se encuentra en estas nuevas expresiones ciudadanas y de sectores urbanos y en su confluencia con los movimientos y organizaciones campesinas, indígenas y afrodescendientes que han mostrado su fuerza desde tiempo atrás.
El movimiento social por la paz en esta etapa está mostrando que llega con sus agendas renovadas no solo como apoyo a la solución pacífica del conflicto sino con expectativas de cambio: rechazo a la corrupción y a la politiquería, rechazo a la apropiación privada de lo público, respeto a la diversidad y a los derechos de las mujeres y de las minorías, exigencia de respuestas al cambio climático y a los conflictos ambientales, garantías a los derechos humanos y valores emergentes, búsqueda de nuevos caminos para la libertad, la equidad y la solidaridad.
Ese movimiento social emerge en el encuentro de multitudes y sobre todo con nuevos lenguajes, como redes y expresiones desde la inteligencia, el conocimiento, la cultura y la estética y parte desde lo singular con un sentido automático de lo global, desde la base y los territorios y desde la cúspide de la imaginación. Se esta aglomerando una ética democrática y pacifista en la sociedad que impregna la vida cotidiana y la conversación en la familia, la escuela, el espacio publico y los espacios de la creación o la recreación. Es más espíritu que materia, más espontaneidad que aparatos políticos, más sentimiento e indignación frente a la injusticia que irrupción del odio o la indiferencia frente a la violencia. Por allí va el agua al molino de las transformaciones posibles en esta etapa de nuestra historia.
Desde el fortalecimiento de sujetos sociales y políticos para responder a los grandes retos nacionales y territoriales se podrán transformar los conflictos en instrumentos de construcción de paz, es decir en transformaciones para la ampliación y recreación de la democracia y de condiciones de equidad y solidaridad.
Con estas reservas está dada la posibilidad de fortalecer las alianzas de apoyo a los acuerdos de paz acompañando las negociaciones y la implementación de lo pactado; pero también para ir más allá en la construcción de un nuevo periodo de paz en Colombia basado en las transformaciones estructurales que son necesarias para un largo ciclo de vida democrática real.
El cese definitivo de hostilidades, que anuncia la terminación del conflicto armado con las Farc, y la implementación acelerada y efectiva de los acuerdos son palancas poderosas para enfrentar todos estos problemas del inicio de la transición. Estas palancas incluyen la renovación del Pacto Político por la Paz y su ampliación hacia el siguiente cuatrienio (2018 - 2022).
Se requiere al mismo tiempo el fortalecimiento de sujetos democráticos en lo regional y nacional que sean capaces de darle soporte a la transición, fortalecer gobernabilidades territoriales transformadoras y promover programas de cambio.
En esta misma dirección adquiere importancia estratégica el logro de un acuerdo para la paz con el ELN y la eliminación de cualquier justificación para la permanencia de instrumentos del régimen contrainsurgente o de ideologías que reivindiquen la continuidad del uso de las armas para dirimir conflictos sociales, económicos o de poder.
La metáfora del Alumbramiento, como en el Oráculo de Confucio, alude al proceso de nacimiento con su promesa, sus dolores y sus riesgos. Por eso no hay que olvidar que estamos en el inicio de la oportunidad de la paz, que no es lo mismo que haber llegado a ella.
La nueva era viene preñada de todas las contradicciones y herencias del pasado y su desenlace se dará en medio de conflictos no resueltos y de los que vienen con la emergencia de nuevos actores políticos, con la renovación de tradicionales sujetos sociales.
Camilo González Posso. Presidente Indepaz.
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