La certificación es un invento europeo. En un principio fue la agricultura natural en Europa por el sistema de hojas o rotaciones, hasta la década de 1840, cuando la hambruna de las papas en los países del Atlántico Norte, Irlanda particularmente, puso de manifiesto la contradicción interior de la agricultura repetitiva de monocultivos, con la aparición de la enfermedad de la “mancha” de la papa, ocasionada por el hongo phytophtora infestans que desplazó millones de pobres europeos a engrosar la colonización del mundo y particularmente de Norteamérica. La respuesta europea a la hambruna de las papas fue la invención de la agricultura química, en que Justus von Liebig figura como paradigma con sus “Cincuenta proposiciones agrícolas”, publicadas inicialmente en alemán y luego en francés en 1855. Allí establece las bases, parcialmente ciertas, de la agronomía convencional: la ley del mínimo, la ley de los rendimientos decrecientes y la ley de la nutrición de las plantas por solubilidad de los nutrientes.
La agricultura repetitiva de monocultivo, respuesta del campo comercial a la demanda alimentaria de las sociedades urbanas industrializadas, negaba el poder restaurador del barbecho de descanso y el recurso de las rotaciones, y, desde luego, no eran imaginables en las mentes de los más esclarecidos científicos la función microbial en agricultura, ni las potencialidades de la alelopatía y del sinergismo, ni la comprensión del papel de la materia orgánica, ni el manejo de poblaciones insectiles, ni la función sanitaria de los nutrientes mayores y menores, ni la transmutación biológica de los elementos, ni el poder agrícola de las fermentaciones y las quelataciones, del electromagnetismo, del manejo de energías sutiles.
Este océano de desconocimiento de los mecanismos de la naturaleza, soportadores del equilibrio en la vida vegetal y animal, vino a justificar la oferta de insumos químicos para la agricultura, muchos de ellos resultantes de “aplicaciones a la paz” de armas de guerra como los insecticidas clorados y fosforados, el nitrato de potasio, la maquinaria pesada, los herbicidas.
• El movimiento orgánico de Alfred Howard, Alfred Sykes y Lady Balfour en Inglaterra, a partir de principios del siglo veinte, se originó en un reconocimiento a las culturas campesinas de las Antillas y de la India, donde el agrónomo fitopatólogo Howard se había reeducado, formulando el principio de salud con base en alimento sano.
• El movimiento alemán de oferta de alimentos naturales y como parte de la recreación del paraíso en la tierra, iniciada en 1903, es consecuencia de la reforma agraria alemana, y por lo tanto apoya y se apoya en una construcción social política.
• El movimiento biodinámico de Steiner, austriaco, formulado en 1924 es un esfuerzo desde la antroposofía para introducir elementos de espiritualidad en la agricultura, desde los idearios de Goethe y de Haneman, y desde el esoterismo astrológico, frente al materialismo científico occidental aplicado a la agricultura. “Los campesinos abonarán la tierra según la ciencia” se lamentaba Steiner.
• Howard inició su campaña orgánica en Inglaterra promoviendo que cada cual cultivara sus propios alimentos.
• El movimiento alemán de reforma agraria creó una red de tiendas donde los ciudadanos de convicción política reformista apoyaran el proceso comprando allí sus alimentos, convicción que soportó la propuesta de pagar un sobreprecio a lo orgánico.
• Los biodinámicos crearon en 1928 la Cooperativa Demeter, como sitio de encuentro solidario entre productores y consumidores, donde también fue aceptado el estímulo del sobreprecio. Hay que hacer énfasis en este punto del sobreprecio porque éste es el real soporte de la certificación.
La fuerza del testimonio de la producción orgánica anida en los propios agricultores, bajo formas internas de diálogo sobre la producción misma. Así el origen del crédito a la calidad del producto nace en la palabra, la conducta y los procedimientos del agricultor, observados por sus compañeros de producción, en asociaciones, cofradías, escuelas y demás formas organizativas.
En un principio, la necesidad de comunicarse entre agricultores sus experiencias fue generando una compilación de normas, parámetros, estándares, guías, para los procedimientos de la producción y para el comercio. Los sellos Demeter, Naturland, Bioland y otras, fueron símbolos primarios bajo los cuales asociaciones de agricultores se presentaron ante el consumidor.
La agricultura orgánica, en su concepción actual, forma parte del movimiento ambientalista que se desató en occidente en la década de 1970. Esta época es precisamente la del florecimiento del mayor número de propuestas de agriculturas alternativas.
En consecuencia, se produjo un proceso organizativo que dio lugar, en la década de los ochentas, a la IFOAM (International Federation of Organic Agricultural Movements), voluntariado que comprende más de 650 asociaciones de agricultores, de más de sesenta países. El MAELA (Movimiento Agroecológico Latinoamericano), constituye una disidencia por razones de poder. El IFOAM conforma el marco dentro del cual se ha venido desarrollando el movimiento de agricultura orgánica, promovido especialmente por el fenómeno sociopolítico del movimiento alternativo conducido por las Ongs –organizaciones de la sociedad civil-.
En junio 24 de 1991, el Consejo de la Unión Europea adoptó el Reglamento 2092 para proteger al consumidor, en materia de productos orgánicos, creando la certificación como instrumento de testimonio. No puede perderse de vista que esta decisión ocurre dentro de un contexto de agricultura orgánica doblemente subsidiada: de un lado, los productores orgánicos europeos reciben subsidio estatal por ser agricultores y de otro lado, del consumidor, por ser orgánicos. Por ejemplo: cada vaca recibe, en la Comunidad Económica Europea, un subsidio anual de trescientos euros, o sea, un millón de pesos colombianos, que aquí equivaldría a una vaca entera. Desde luego, situación inexistente en los países pobres.
El subsidio pagado por el consumidor, que fluctúa entre 5% y 100% con relación al precio de la agricultura con agroquímicos, es el que justifica la certificación como protección, al consumidor, de prácticas comerciales tramposas. El consumidor de países desarrollados puede pagar un sobrecosto alimentario orgánico porque su nivel de ingresos es alto y su nivel cultural es destacado, permitiéndole ejercer el principio de salud con base en alimento sano. Ahora bien, éste no es el caso en países empobrecidos, donde a las clases con poder de compra les falta cultura y donde el acceso al alimento es una práctica de sobrevivencia para mayorías poblacionales de bajos niveles de educación y de ingresos. De ahí que es totalmente incoherente, con la realidad social, promover la certificación de productos orgánicos para el comercio interno de las naciones pobres, quedando este testimonio reservado exclusivamente al comercio internacional y en último caso para abastecimiento a las élites nacionales a partir de agricultura comercial.
Lo que es coherente con la realidad social de los países pobres es la creación popular, colectiva, de propuestas de agriculturas alternativas para servir a todos con base en bajos costos de producción; es decir, con base en pequeñas granjas manuales con autarquía alimentaria y con autosuficiencia en sus insumos a partir de recursos de la propia finca, como lo plantea, por ejemplo, la escuela alternativa regenerativa, pero por encima de todo con base en la cultura campesina de cariño a la semilla, de amor a la madre tierra, de respeto a la vida, de ser libres a partir de la autodeterminación y de la autosuficiencia.
Cuatro años y medio después del Reglamento 2092/91 de la Unión Europea, el Ministerio de Agricultura de Colombia expidió la Resolución 054 de diciembre 21 de 1995, cuyas evidentes y numerosas deficiencias pretenden ser superadas por la Resolución 074 de abril 4 de 2002, donde por primera vez se incluyen elementos de la producción zootécnica. Pero la cuestión de poder permanece inalterada: el poder para las certificadoras. No es el agricultor, no son sus formas organizativas la vía para dar testimonio; aparte de que el sector pobre campesino, el más promisorio para la agricultura orgánica, queda excluido del sistema simplemente porque no puede pagar los onerosos estipendios exigidos por las certificadoras.
La captación del sector campesino para la certificación ha conducido a un debate, donde se reconocen fácilmente al menos dos tendencias: una, la de “salvar” la certificación; otra, la de rescatar el poder popular de testimonio. Para conservar la certificación como instrumento de dominación sobre la economía campesina en la vía orgánica, ha sido propuesta la habilitación certificadora de entidades oficiales: universidades, Unidades Municipales de Asistencia Técnica (UMATAS), Secretarías de Agricultura. También ha sido propuesta la habilitación certificadora de instituciones privadas sin ánimo de lucro, tales como ongs e incluso asociaciones campesinas.
Otra forma de alternativismo que conserva la certificación convencional, consiste en la creación de maneras de calificación de los productos orgánicos, ya no por las visitas de campo de inspectores sino por la invención de otros métodos como, por ejemplo, pruebas electrotérmicas y electromagnéticas sobre los productos mismos o sobre prácticas agrícolas. En el otro polo, el anticertificador, se sitúa la propuesta de reconocer para el funcionamiento popular de la agricultura orgánica, el sistema del testimonio de vecinos veredales, desde luego practicantes de la agricultura orgánica, y en todo caso reconocer la palabra del agricultor como base testimonial. Finalmente será en la relación entre campesino y consumidor de barrio donde se construirá el sistema popular de agricultura orgánica necesario, y por lo tanto, posible para sociedades empobrecidas, sin la intermediación de las certificadoras.
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