Se calcula que 80 por ciento de la población rural del Tercer Mundo hace uso de plantas medicinales y recursos de la medicina tradicional para la atención de su salud. Esto tiene sus raíces en el conocimiento indígena y tradicional a través de siglos, y en la diversidad de culturas que han cobijado y promovido su desarrollo. Siempre ha sido un conocimiento colectivo y para el bien común, aun cuando se puede diferenciar conocimientos generales, los que manejan la mayoría de los integrantes de una cultura; conocimientos especializados, los que tienen las personas que han desarrollado particularmente este conocimiento, como parteras, yerberos, hueseros y otros; y conocimientos sagrados, por ejemplo los de los chamanes.
Pero aun los conocimientos de circulación culturalmente restringida, como el considerado sagrado, son bienes colectivos y públicos en el marco de sus culturas, ya que tienen funciones sociales.
Las plantas medicinales y los conocimientos sobre ellas no solamente son componentes importantes de las culturas tradicionales, las comunidades rurales y una gran parte de las poblaciones urbanas, sino que además han sido asiduamente utilizados para el desarrollo industrial de medicinas. Entre 1950 y 1980, el 25 por ciento de las medicinas de receta vendidas en Estados Unidos se basaban en fármacos derivados de plantas. Actualmente, 40 por ciento de las medicinas que se encuentran en pruebas clínicas son también derivadas de plantas. De éstas, tres cuartas partes están basadas en plantas que eran utilizadas por indígenas, lo que permitió su posterior ”descubrimiento” por parte de empresas farmacéuticas. Se estima que el valor económico total de los fármacos derivados de plantas en Estados Unidos es mayor de 68 mil millones de dólares anuales.
Para las multinacionales farmacéuticas estos recursos y el conocimiento asociado a ellos son una mina de oro, ya que los ven como la fuente potencial de nuevos medicamentos para aumentar sus ya jugosas ganancias. El conocimiento tradicional les significa un enorme ahorro de investigación, ya que les indica qué recursos son más útiles y qué caminos pueden tomar. En las últimas dos décadas, varios factores han llevado a las empresas a intensificar la biopiratería de recursos y conocimientos tradicionales. Uno de ellos son los cambios tecnológicos. Las nuevas biotecnologías, la genómica, la bioinformática, la nanotecnología y otras, han multiplicado las posibilidades de encontrar nuevos componentes y/o nuevas aplicaciones de éstos. Otro factor es la universalización del sistema de patentes, impuesto por medio de los acuerdos de propiedad intelectual de la Organización Mundial de Comercio, que les permite privatizar mediante el patentamiento, recursos que eran públicos y colectivos, con sólo alegar una transformación o adecuación de éstos en sus laboratorios.
Un tercero es el alto nivel de fusiones empresariales, que está uniendo las multinacionales de semillas, agroquímicos, químicos y farmacéuticos en un puñado de ”gigantes genéticos” que controlan cada vez más porciones del mercado. Complementariamente, el Convenio de Diversidad Biológica, la Organización Mundial de la Salud y la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual recomiendan a los países ”proteger” en sus normativas nacionales el conocimiento tradicional, no por medio de lo que sería lógico, que es afirmar la existencia de las culturas tradicionales y sus derechos integrales a la cultura, la tierra, el territorio y los recursos, para que éstos sigan siendo comunales y no puedan ser privatizados, sino mediante normar la firma de acuerdos que permitan ”compartir los beneficios” derivados del uso de estos recursos y conocimientos por parte de las multinacionales u otras instituciones. Es decir, legislando la privatización de los recursos, para obtener algún mínimo porcentaje de regalías por las patentes sobre los recursos que les roban. Yendo más lejos, estas instituciones internacionales también proponen que los países propicien que las propias comunidades indígenas y tradicionales patenten sus conocimientos y recursos, para poder comerciarlos, o como ”defensa” antes de que las multinacionales lo hagan.
Esta última es una recomendación particularmente perversa, porque ha llevado a algunos grupos indígenas a creer que podría ser un mecanismo útil. Esto nunca será así, porque los sistemas de propiedad intelectual están diseñados para que solamente los más grandes y poderosos puedan utilizarlos a su favor. El costo de registro y mantenimiento de una sola patente en su vida útil es de varias decenas de miles de dólares, o de cientos de miles si se registra para que sea válida en Estados Unidos, Japón y Europa. Esto no garantiza de todos modos que la patente no sea violada -¿cómo podría controlarlo una comunidad? o que no se registren otras muy similares, con apenas algunos cambios, o que otros levanten juicios contra la validez de esa patente y que para defenderla haya que entrar en litigios costosísimos. Además, aunque lo hagan personas indígenas (no puede ser una comunidad), seguiría siendo una privatización, que incluso puede llevar a más conflictos entre comunidades, ya que en general un remedio tradicional o un conocimiento o un recurso no existe sólo en una comunidad o en una sola área, y muchas veces ni en una sola cultura.
No se puede luchar contra la biopiratería negociando con los ladrones un reparto de beneficios de lo que robaron, o usando sus mismos sistemas. Es necesario combatir las causas que la sostienen, por ejemplo los sistemas de propiedad intelectual y el avance y dominio de las multinacionales en la medicina y la alimentación. Y afirmando al mismo tiempo los derechos integrales de las culturas indígenas, campesinas y tradicionales, que son las que verdaderamente pueden proteger esos recursos y seguir cuidando y produciendo conocimientos para el bien común.
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*Silvia Ribeiro, Investigadora del Grupo ETC
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