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En México hay evidencias de la existencia del maíz que datan de alrededor de 10.000 años de antigüedad. Esto significa que han sido cientos de generaciones de mesoamericanos las que convirtieron un fruto, no más grande que un dedo meñique, en las mazorcas que hoy conocemos. Los cambios genéticos naturales realizados por los pueblos indígenas al maíz, durante miles de años, son los que hoy permiten a la humanidad entera disfrutar de este importante cereal. En México se siembra maíz en lugares que se encuentran desde cero, hasta más de 3.000 metros sobre el nivel del mar; en climas tan diversos como selvas, bosques y desiertos. Como resultado de la interacción de las poblaciones humanas, existen decenas de razas y cientos de variedades adaptadas a diferentes agroecosistemas.
«Las y los mexicanos comemos maíz todos los días, principalmente en tortillas, pero también en forma de tamales, atole, elotes, tacos, totopos, pozole, memelas, nicuatole, molotes, tostadas, empanadas, flautas, tlacoyos, etc. De maíz es nuestra sangre, nuestros huesos, nuestra carne; sin maíz no somos nada. No podríamos imaginarnos la vida sin maíz. El consumo anual por habitante está por encima de los 120kg.»
La diversidad de alimentos producidos con maíz se multiplica cuando se utilizan diferentes maíces. Por ejemplo, no es lo mismo una tortilla preparada con maíz blanco, que una con maíz amarillo, pues cambia tanto el color como el sabor. La que es elaborada con maíz blanco es más dulce y suave; pero la que está hecha con maíz amarillo perdura por más tiempo sin echarse a perder; por eso cuando la gente va a trabajar al campo durante varios días, las tortillas se preparan con maíz amarillo para que no se enmohezcan.
Más de la tercera parte de la superficie agrícola mexicana se siembra con maíz. Las tres cuartas partes de la superficie sembrada con este cereal son temporales y en ella se utilizan semillas criollas o nativas, que han pasado de generación en generación.
En las últimas dos décadas de gobiernos neoliberales en México, se han diseñado políticas encaminadas a disminuir el cultivo del maíz. Dichas políticas incluyen la disminución, en términos reales, del monto de los subsidios a los campesinos, la eliminación de los subsidios para la producción, como los precios de garantía que se sustituyeron por subsidios directos al productor (que la mayoría de los campesinos no utiliza para producir, sino para comprar otro tipo de productos); la desaparición de la Compañía Nacional de Subsistencias Populares (CONASUPO), que era una empresa paraestatal encargada de comprar y regular los precios del maíz y otros básicos; la reforma a la constitución que sienta las bases para la privatización de la tierra y la asociación con empresas mercantiles.
El campo mexicano está empobrecido. Muchos habitantes de las zonas rurales han optado por migrar a los Estados Unidos en busca de recursos económicos para sostener a sus familias. Las cifras gubernamentales nos indican que hay alrededor de 30 millones de mexicanos en el país del norte, la gran mayoría de ellos son indocumentados y tratados como delincuentes.
México ha perdido su soberanía alimentaria. En el año 2003 se produjeron 20,3 millones de toneladas de maíz y se importaron 8,4 millones de toneladas desde Estados Unidos. Aproximadamente el 30% del maíz importado de Estados Unidos es transgénico y viene mezclado con el maíz convencional. Durante varios años, DICONSA, una comercializadora del gobierno mexicano que vende productos de primera necesidad en las zonas rurales, importó y distribuyó este maíz sin notificarle a quién lo compraba si contenía granos transgénicos. En 1998 el gobierno mexicano estableció una moratoria a la siembra de semillas transgénicas, pero no prohibió la entrada de granos transgénicos para el consumo humano o animal.
Para los indígenas y campesinos mexicanos que cultivan maíz para autoconsumo, no existe diferencia entre granos y semillas. De una sola mazorca se extraen los maíces usados para consumo humano y para la siembra. Esta diferenciación ha sido artificialmente impuesta por las compañías que se dedican a comerciar con los alimentos, las cuales afirman que los granos son para consumir y las semillas son exclusivamente para cultivar.
Desde el punto de vista de las organizaciones que luchamos en contra de los transgénicos en México, el maíz distribuido por DICONSA es la principal fuente de contaminación de los maíces nativos mexicanos con transgénicos. Sin embargo, instituciones gubernamentales han expresado que la contaminación pudo haber sido causada por la introducción de semillas transgénicas que los migrantes traen desde Estados Unidos, o por el polen proveniente de campos experimentales de maíz transgénico establecidos antes de 1998.
La señora Olga Toro Maldonado de Capulalpam de Méndez (comunidad ubicada en la Sierra Juárez, Oaxaca, México) declaró a la revista News week que sembró maíz proveniente de sacos de DICONSA, sin tener conocimiento de los efectos que éstas podrían generar. De la misma manera, es posible que muchos otros campesinos mexicanos lo hayan hecho. Al no existir una etiqueta en los sacos, que indique que contiene granos transgénicos, nadie alcanza a suponer que sembrarlos puede provocar un desastre.
Muchos indígenas y campesinos mexicanos han criticado los maíces híbridos porque tienen corta durabilidad de almacenamiento sin la utilización de productos químicos para conservarlos. «A los tres meses se hacen polvo» dicen campesinos de la Sierra Juárez. Con los transgénicos las cosas no serán muy diferentes, pero además no se sabe qué otros daños puedan ocasionar a los terrenos de cultivo. No existen estudios sobre el tipo de substancias que están liberando al suelo a través de sus raíces adventicias ni tampoco de los efectos que estas puedan tener sobre los microorganismos del suelo, tomando en cuenta que muchos de ellos ayudan a las plantas a absorber sus alimentos.
La economía campesina de autoconsumo aprecia las semillas que no se dañan en corto tiempo. Para las familias esa es la garantía de tener alimento para un ciclo anual, pero para los grandes productores de maíz eso no es importante, ya que ellos producen para vender, no para comer.
La contaminación del maíz descubierta en México es un hecho lamentable que no debe pasar desapercibido. Pone en riesgo a la humanidad entera debido a que pueden perderse las características de las variedades nativas que, han sido resguardadas por los pueblos indígenas durante miles de años y que garantizan que en este planeta se pueda seguir sembrando maíz. A principios de la década de los 70, en Estados Unidos se pudo controlar con productos químicos la plaga del tizón, que atacó las plantaciones de maíz. Para resolver ese problema, investigaron cuáles variedades eran resistentes a esa plaga en México y se las llevaron para cruzarlas con las variedades híbridas de Estados Unidos.
Debido a que la industria no puede garantizar que los maíces híbridos o transgénicos que están diseñados son infalibles, también está interesada en guardar el germoplasma de maíces nativos en bancos. El Centro de Investigaciones sobre el Maíz y el Trigo, cuenta actualmente con la colección más grande de maíces del planeta; pero ¿quién garantiza que ese maíz no va a ser contaminado, o que no se erosionarán sus características por haber sido aislado y por ser reproducido en condiciones de laboratorio?
La única garantía de que las variedades nativas de maíz sigan conservando sus características, es que se continúen sembrando en donde siempre se han sembrado y por quienes siempre las han sembrado. Sabemos que las transnacionales que comercializan con los alimentos y con la vida, con el apoyo de los gobiernos, están interesadas en que los campesinos pierdan sus semillas para que dependan de sus tecnologías; por eso es importante resistir.
Por si esto fuera poco, también hay intereses en que cambiemos nuestros patrones alimenticios. En México es común escuchar desde hace veinte años «soy campesino compra maíz» y en los últimos años «soy campesino come maseca», porque varios programas gubernamentales de «ayuda alimentaria» «regalan» despensas que contienen este producto. Sabemos que esa harina está elaborada con maíz proveniente de Estados Unidos, lo que no sabemos es qué daños esté causando a los niños, jóvenes y adultos que la consumen. Debido a que no hay estudios que demuestren que efectivamente no causa daño alguno, prácticamente nos están convirtiendo en conejillos de indias y quizá dentro de diez o quince años se empiecen a ver las consecuencias de este «experimento nutricional».
Los pueblos indígenas y campesinos podemos decir con orgullo que nuestras semillas no hacen ningún daño a la humanidad, diez mil años de práctica lo demuestran. La capacidad de sobrevivencia digna de la especie humana está hoy en nuestras manos.
Por lo pronto, en México la sociedad civil organizada realizamos estudios de laboratorio para saber si los maíces están contaminados o no. Sabemos que del gobierno mexicano las acciones que vendrán solo serán para legalizar la entrada de transgénicos a nuestro país, por eso no podemos confiar en sus programas ni en sus leyes; pero tampoco podemos esperar a que la ciencia resuelva el problema. Hoy los científicos no pueden determinar con certeza que las construcciones transgénicas siguen presentes en las siguientes generaciones transgénicas tal y como las introdujeron. Lo que se les ocurre decir es que la contaminación ha disminuido, en vez de reconocer que se les ha salido de control y no la pueden detectar con los métodos sofisticados.
Por lo pronto con la primera prueba de laboratorio que realizamos, nos dimos cuenta que algunas plantas transgénicas tienen características físicas diferentes a las de las plantas nativas. Por esta razón extendemos una recomendación a los campesinos que siembran maíz: vigilen sus milpas y si detectan plantas diferentes a las que siempre han sembrado, les quiten la espiga antes de que se abra y no utilicen los granos de ese maíz para sembrar. De esta manera si sus semillas estuvieran contaminadas, en algunos años se podrá ir eliminando la contaminación.
Sembrar maíz de manera conciente es una de las acciones directas más importantes que se pueden realizar. Tenemos que pasar de la costumbre a la práctica militante de defensa de nuestra cultura y eso significa darle más valor a lo nuestro. En los últimos años, otra forma de luchar contra la contaminación por transgénicos han sido las ceremonias indígenas a la madre tierra, para pagarle por el daño que le hemos hecho y para pedirle que nos ayude a descontaminar nuestros maíces. Lo más importante de estas acciones es que estamos practicando algo que no nos pueden vender las transnacionales, algo que tiene que ver con nuestra cultura y que está encaminado a fortalecerla, algo que nos ayuda a fortalecer la comunidad.
Al querer imponer las semillas transgénicas al planeta, lo que quieren hacer las transnacionales es destruir nuestra capacidad de ser autónomos, de ser diferentes, de construir acompañados, de ser solidarios, de ser comunidad. La última barrera que tiene el gran capital para apoderarse de los «recursos» que se encuentran en los territorios indígenas es la comunidad y destruirla es uno de sus objetivos; desfigurar el maíz, contaminarlo, es un atentado contra la comunidad. Nuestra resistencia, nuestra capacidad de respuesta, se medirá en la medida en que construyamos comunidad, en la medida en que trascendamos la comunidad y construyamos el pueblo, en la medida en que ejerzamos como pueblos nuestro derecho a la libre determinación. Luchar de mil maneras contra la contaminación de nuestro maíz por transgénicos es un paso hacia el ejercicio de la libre determinación de nuestros pueblos.
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