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William Villa[1]
Luego de una década de iniciarse el proceso de titulación de tierras colectivas de comunidades negras[2] y de estructurarse un nuevo modelo de ordenamiento territorial en la región del Pacífico, un balance sobre tales trasformaciones todavía no se ha realizado y no se ha generado una lectura respecto a temas como: las implicaciones sociales y culturales que conlleva la adopción del manejo colectivo del territorio, los desafíos que supone el apropiar el nuevo modelo de gobierno que la normatividad estatal propone para el escenario local y que lo instituye como Consejo Comunitario, como tampoco se conoce sobre los conflictos que surgen en las comunidades al disponerse a asumir esas innovaciones institucionales. Si bien los avances en cuanto a la magnitud del área titulada son significativos, tal aspecto es apenas una variable con sentido en el orden de lo cuantitativo, pero no enuncia nada con relación a la existencia o no de reales trasformaciones en el manejo y uso de dichas áreas.
Un análisis sobre los cambios experimentados con la adopción de la propiedad colectiva y sobre la evolución de las instituciones que allí surgen debe asumirse a partir de examinar en primer término el escenario cultural en el que se originan tales instituciones, para posteriormente avanzar en el conocimiento sobre la forma como aspectos de tipo sociopolítico y económico determinan la vida regional y se convierten en obstáculo para el desarrollo del nuevo modelo de ordenamiento. Privilegiar como punto de entrada la lectura sobre lo cultural, permite entonces interrogar respecto a las raíces de esa institucionalidad y conocer el modo como las comunidades la asumen.
La institución del Consejo Comunitario como propuesta para el ejercicio del gobierno local es invención derivada de la ley 70 de 1993, sin que exista en la historia cultural de las poblaciones afrocolombianas un soporte institucional que permita potenciar la nueva forma de gobierno. La investigación cultural enseña que entre las comunidades afrocolombianas no se presentan formas tradicionales de gobierno asociadas al manejo de espacios colectivos o en función del control social. Aparece entonces que la Ley 70 resulta como proyección de la experiencia vivida por las poblaciones indígenas en el curso de las décadas de los setenta y ochenta del siglo pasado, de tal forma que el Consejo Comunitario se asimila al Cabildo indígena, en tanto el territorio colectivo se funda a partir del modelo de resguardo (Wade,1993). Este sello de origen del Consejo Comunitario determinará su evolución, marcada por el poco reconocimiento de las comunidades respecto a su papel y en consecuencia una baja gobernabilidad.
Dos tendencias se advierten en la conformación de los Consejos Comunitarios a lo largo del Pacífico, una es la que se inscribe en la tradición de las organizaciones de base que nacen en la región hacia finales de los noventa del siglo pasado y alrededor del debate sobre la Constitución Política de 1991; la otra es la del grupo de Consejos que emergen por efecto de las acciones estatales orientadas a titular los territorios o en el proceso de difusión de la Ley 70. En el primer caso, el nacimiento de los Consejos tienen un significado político y de afirmación étnica, mientras en el segundo adquieren un sentido instrumental (Agudelo, 2005).
Esta situación determina que el ascenso de los Consejos Comunitarios no encuentre las condiciones propicias para su desarrollo, presentandose un espectro amplio de situaciones en las que es dominante una baja participación de la población en la toma de decisiones, poca capacidad de convocatoria de dicha institución y en consecuencia un escenario de baja gobernabilidad. Este tipo de Consejos Comunitarios son los que han hecho tránsito desde las Juntas de Acción Comunal y que tienen sus raíces en el entramado clientelista propio a los partidos políticos que dominan la vida pública en la región. En oposición a esa forma de gestión territorial burocratizada emergen los Consejos Comunitarios en los que aparece la mediación identitaria, es decir aquellos en los que el elemento étnico moviliza a la población y el proyecto territorial hace parte de una propuesta política y cultural. En ambos casos el ejercicio de la gobernabilidad es limitada, pero por diferentes causas, en los primeros porque no existe la voluntad manifiesta de ejercer ese espacio de autonomía, mientras en los segundos porque las condiciones sociales y políticas que dominan la vida de la región les son totalmente adversas.
Con la titulación de los territorios colectivos no se transforman las condiciones en las que los diferentes actores económicos externos compiten por el control de los recursos existentes en dichas áreas, al contrario, a los tradicionales agentes que controlan la extracción y mercado de recursos naturales se suman nuevos empresarios y se abre un nuevo capítulo en la historia de la economía regional. En la nueva fase son actores armados quienes compiten por el dominio territorial y quienes profundizan e intesifican el modelo extractivo que ha caracterizado la historia económica de la región. Es este el verdadero contexto en el que se sucede la titulación de los territorios colectivos y que se convierte en el mayor limitante para que se decanten las expresiones autónomas de gobierno local.
Dos eventos marcan la vida del Pacífico en la última década, uno es la integración de la región en la geografía de la guerra nacional, el otro es la nueva modalidad de economía que soporta a la actividad de la guerra y que avanza colonizando bajo el tipo de agricultura ilícita con los cultivos de coca. Desde mediados de los noventa los ejércitos incian la disputa de tres grandes corredores hacia la zona costera del Pacífico, el primero, localizado hacia el norte en continuidad con el Urabá, el Paramillo y la costa Atlántica, el segundo, en la región media que se extiende desde el pidemonte amazónico hacia el Huila y Cauca en dirección de Buenaventura y los ríos aledaños, el tercero, a lo largo de la frontera ecuatoriana que se proyecta desde Putumayo en dirección de Nariño, Tumaco y los ríos hacia el norte. La confrontación por el dominio territorial entre guerrillas, paramilitares y el ejército se intensifica a partir de 1995, período en el que de igual modo se inicia la acción gubernamental con la finalidad de titular las tierras de comunidades negras, cuestión que necesariamente tendrá incidencia en el desarrollo de esa perspectiva de manejo territorial.[3]
Mientras avanza la titulación, al mismo tiempo los actores armados ejercen presión sobre la población. El desplazamiento forzado se torna en la nueva historia, la muerte de líderes de organizaciones y Consejos Comunitarios se convierte en el drama que se cuenta en la inmensa red de ríos, la amenaza y persecución es el mensaje para quienes levantan su voz para ejercer la autonomía como perspectiva de afirmación de su cultura. En el nuevo escenario el control del territorio no se reduce a la ocupación militar, el dominio que se ejerce se traduce en control de mercados, en inversiones, en actividades productivas o extractivas, pero igualmente en la imposición de un modelo de producción que tiene como núcleo la producción y comercialización de coca.
El control del uso y manejo de los recursos naturales por parte de la población, como reivindicación de las organizaciones de afrodescendientes que participan en el debate que precede el nacimiento de la Ley 70, es proyecto que no se logra concretar a pesar de la delimitación y titulación de los tierras colectivas. El mercado de productos maderables que marcó la vida de la población a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, que en el pasado rentaba a comerciantes locales y empresarios externos, se transforma y se integra al conjunto de rentas que los actores armados obtienen del control territorial. Ejemplo de ello es la extracción que actualmente se realiza en los bosques adyacentes al río Atrato, totalmente controlada por el paramilitarismo y sin que los pobladores locales puedan decidir sobre el manejo de esos territorios. Esta misma situación se puede observar en zonas mineras donde las retroexcavadoras, de la guerrilla o del paramilitarismo, se imponen por encima de las expectativas de los pobladores quienes son los tradicionales propietarios.
Las lógicas extractivas que han determinado la historia de la región y la vida de la población no han cambiado, al contrario se intensifican y los pobladores son cada vez más dependientes de ellas. El manejo colectivo del territorio no ha trasformado esa dinámica y, los casos los que los Consejos Comunitarios han formulado los planes de manejo y ordenamiento del territorio, el ejercicio no trasciende en dirección a que en el plano práctico se inauguren nuevas formas de uso del territorio y de los recursos. La ausencia de cambios se presenta por diferentes causas, una es la que se deriva del nuevo modelo de ordenamiento en el que los actores militares al integrarse en las redes tradicionales de mercado, en las que prima la economía de tipo extractivo, y no hacen más que dinamizar el modelo económico que las organizaciones sociales de comunidades afrodescendientes habían criticado y que les había permitido acceder a la Ley 70. Otro factor se relaciona con la práctica económica que se vive cotidianamente, la marcada dependencia de la oferta ambiental para la supervivencia, de los productos que los ecosistemas ofrecen y que los pobladores están obligados a monetizar en tanto es la única oportunidad de obtener ingresos.
En un escenario en el que lo determinante es la extracción de recursos como alimento del modelo económico, y en el que además éstos se convierten en una renta más de los actores de la guerra, el gobierno local o Consejos Comunitarios están a merced de las fuerzas del mercado y han imposibilitado la experimentación de un modelo alterno de desarrollo y han limitado la perspectiva de introducir regulaciones o racionalización en el uso de los recursos. Esto significa que, a pesar de que en algunos Consejos Comunitarios pueda aparecer explícito un proyecto político para apropiar el manejo del territorio, sin embargo el conflicto se convierte en obstáculo insalvable, puesto que allí donde la comunidad concibe un área de bosque susceptible de ser protegida, al mismo tiempo los actores armados ven esa área en volumen de madera por extraer. Al final, ese conflicto de intereses se resuelve con el desplazamiento forzado de la población.
El saqueo de los recursos ha determinado la evolución de la economía regional, siendo lo ilícito la marca que desde el origen ha estado presente en los distintos momentos de la historia. Temprano, durante la colonia en la fase de consolidación de la explotación minera, tal actividad se asume como empresa militar y de control de territorios importantes por su riqueza en mineral. Posteriormente, a partir del siglo XIX y en el transcurso del siglo XX, en el momento en el que los bosques adquieren importancia, tal actividad se fundamenta en el principio o el ejercicio de la ilegalidad, es decir, el desconocimiento de los derechos de los propietarios de esas áreas, el saqueo y la sujeción de la población a prácticas productivas y económicas de corte esclavista. De igual modo, en la primera mitad del siglo XX, florecen los grandes enclaves mineros, los cuales generan el desplazamiento forzado de las familias de mineros artesanales e imponen su propia ley en amplios territorios que el Estado les entrega en conseción.
Las prácticas económicas ilícitas no cesan de reproducirse: en los años finales de la década pasada y el inicio del presente siglo irrumpe una nueva forma de ilegalidad, está asociada a la expansión militar y se constituye en actividad que sustenta la economía de la guerra. En la región sur, en los ríos que tributan en las costas de Nariño y Cauca se inaugura la nueva historia, hacia allí se transladan los cultivos de coca y los empresarios que son presionados por la guerra que se libra en el Putumayo. En los territorios colectivos recién titulados avanza la colonización armada, paramilitares y guerrilla delimitan zonas en las que ejercen dominio para el establecimiento de cultivos y de corredores para el comercio del producto, el abastecimiento de insumos para su producción y los pertrechos de guerra.
Desde el año 1999 los cultivos de coca en el departamento de Nariño comienzan a adquirir importancia, en ese año se reportan 3.959 hectáreas, cifra que comienza a ascender hasta su punto más alto en el 2003 que llega a 17.628 hectáreas que representan un 22% del total de las áreas sembradas en el país. En el año 2005 se presenta una baja que llega a 13.875 hectáreas, cuestión que se explica por la dinámica expansiva de los cultivos en dirección norte, especialmente hacia los ríos del Chocó. El impacto ambiental de estos cultivos debe analizarse en varios sentidos, uno es la deforestación realizada para su establecimeinto, otro es la contaminación por el uso intensivo en agroquímicos, pero de relevancia es la aspersión aéras de glifosato que, para el caso de Nariño, comienza a aplicarse desde el año 2000 y que en los años 2003 y 2004 se fumiga en promedio una extensión de 30.000 hectáres y en el 2005 llega a una cifra de 57.650 hectáreas (SIMCI, 2006).
La expansión de los cultivos ilícitos y la estrategia de control tiene como efecto la destrucción de la inmensa riqueza en biodiversidad que es uno de los elementos caraterísticos de la región, estos impactos ambientales negativos son de la misma magnitud en el orden de lo cultural y socio-político. Los Consejos Comunitarios ante la ocupación de los territorios y el control político que ejercen los actores armados quedan reducidos a burocracias sin ninguna capacidad de convocatoria, sin legitimidad para desplegar acciones en el manejo colectivo del territorio y en función de una precaria representación. Pero al mismo tiempo las comunidades se tornan dependientes, los sistemas tradicionales de producción como base del sustento alimentario se degradan, los jóvenes ocupados en los cultivos de coca dejan en el olvido sus parcelas, las pequeñas comunidades se convierten en receptoras de productos que llegan desde los grandes centros de mercado. En muy poco tiempo la cultura se transforma, la resolución de los conflictos tiene como mediación las armas, los nuevos valores tienen su medida en el dinero y la tradición amenazada por el naufragio es apenas memoria que algunos guardan y que la erigen en bastión para resistir, pero que de modo dramático al disponerse a defender su territorio y cultura les convierte en objetivo militar, y luego, en desterrados que habitan los centros urbanos y en consumidores de miseria.
La economía ilícita y la colonización armada no se asocia solamente a los cultivos de coca, igualmente tiene otras expresiones como son los cultivos de palma aceitera o la ganadería. Hacia el norte, en los territorios colectivos de Jiguamiandó y Curvaradó, las comunidades enfrentan la expropiación territorial que realizan empresarios, en los que el paramilitarismo con el aval gubernamental, establecen cultivos de palma y fundan sus proyectos ganaderos. En Tumaco como en Urabá, las dos zonas tradicionalmente integradas a la agricultura comercial, las comunidades experimentan la presión por el acceso a las tierras adyacentes a las zonas colonizadas en los últimos cuarenta años y el desplazamiento forzado de la población se constituye en el medio para avanzar y ocupar los territorios colectivos.
Con la titulación de los territorios colectivos a lo largo de la pasada década, al mismo tiempo se construía una visión que intentaba trascender la fragmentación en pequeños globos de tierra y se pensaba que se debía proyectar acciones políticas orientadas a integrar esos territorios en unidades de manejo de mayor rango. Se hablaba así del territorio-región del Pacífico y el camino a transitar era el de la búsqueda de mayor autonomía y el de incidir en el ordenamiento jurídico estatal con el propósito de obtener el reconocimiento de dichas áreas como entes territoriales de la nación. Tal propuesta implicaba que las distintas organizacions de base y los Consejos Comunitarios se integraran y fuesen decantando esa visión de territorio-región, dinámica que hasta hoy no se ha logrado y no hay un proyecto común que se exprese regionalmente.
La realidad es que se presentan multiplicidad de situaciones respecto al papel de los Consejos Comunitarios y el manejo de los territorios. En algunos municipios las autoridades locales no los llegan a reconocer en su representación, en los planes de ordenamiento territorial municipal no se hacen visible sus expectativas y en los planes de desarrollo no se les convoca para su formulación. Algunos Consejos participan en la actualidad en programas de desarrollo, que formulados en el contexto del Plan Colombia, se orientan a fomentar la extracción forestal como alternativa a los cultivos de coca, éstos son receptores de recursos para formular los planes de ordenamiento forestal y la extracción de maderables, es decir, darle continuidad a una política de saqueo y alimentar el modelo de economía extractiva.
Si bien prima en la región una dinámica donde el Estado no favorece el desarrollo de los Consejos Comunitarios y la realidad es la fragmentación en territorios en los que cada grupo desarrolla su propio proyecto, a la vez, se presentan situaciones donde las poblaciones realizan acciones de resistencia para permanecer en su territorio, enfrentar colectivamente los actores armados, afirmar su autonomía para no integrarse en la producción ilícita y mantener una continua acción de denuncia sobre la violación que se ejerce a sus derechos. Es general que tales comunidades en resistencia sean aquellas en las que los Consejos Comunitarios nacieron de organizaciones que existían desde la década de los ochenta del siglo pasado, en las que la organización de base y de naturaleza política es la que da nacimiento a los Consejos. Estos bastiones que mantienen con vida el proyecto étnico, escriben la historia que se abre paso en el mundo de barbarie que quiere colonizar la región.
AGUDELO, C. 2005 Multiculturalismo en Colombia. Política, inclusión y exclusión de poblaciones negras. La carreta editores. Bogotá.
SIMCI. 2006 Colombia, monitoreo de cultivos de coca. Informe anual. Naciones Unidas, Oficina contra la droga y el delto. Bogotá.
WADE, P 1993. El movimiento negro en Colombia. América negara, No 5. Universida Javeriana. Bogotá.
[1] C.e: wvilla@hotmail.com
[2] El Decreto 1745 de 1995 permite reglamentar la Ley 70 de 1993 en lo pertinente a los procedimientos para la titulación de los territorios colectivos de comunidades negras y abre un camino para que con cierta celeridad el Estado avance en el reconocimiento territorial de las comunidades del Pacífico, a tal punto que en la actualidad el área titulada llega a 5´000.000 de hectáreas.
[3] Como referencia para el análisis de la titulación de territorios colectivos y el fenómeno de la guerra es importante recordar que los primeros títulos que se entregan en el año de 1996 se localizan en la parte baja del río Atrato.. Allí, a los Consejos Comunitarios de Chicao, Clavellino, Dos Bocas, Taparal, La Nueva y la Madre localizados en el municipio de Riosucio, se les entrega sus títulos en el momento en el que la totalidad de la población de tales áreas han sido forzadas al desplazamiento y se encuentran en campamentos de refugiados en Pavarandó, en Turbo y en Quibdó.
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