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Los retos de Johannesburgo

Diana Pombo Holguín, Mayo 02 de 2003, Este artículo ha sido consultado 3898 veces

Las expectativas fueron grandes para los ambientalistas, defensores de los derechos culturales y territoriales de los pueblos indígenas cuando se anunció la inminente firma de los convenios sobre Cambio Climático y Diversidad Biológica en el marco de los acuerdos de Río. Se hablaba del pago de la deuda ecológica, de recursos para la conservación de los bosques y para el desarrollo tecnológico, se trabajaba en mecanismos para garantizar la participación de los pueblos en la toma de decisiones que los afecten; se mencionaba incluso la interculturalidad y el diálogo de saberes como parte de una construcción cuyos resultados estaban ya a la vista. Hasta se llegó a creer que se había encontrado el escenario adecuado para garantizar el reconocimiento efectivo de los derechos territoriales y culturales de los pueblos indígenas y extenderlos a las comunidades negras, derechos que hasta entonces sólo contaban, entre los acuerdos multillaterales, con la débil protección del Convenio 169 de la OIT.

Diez años después de Río, la Cumbre de Johannesburgo termina por hacer evidente cuál era el proceso que realmente se estaba iniciando, proceso al que muchos aportamos lo mejor de nuestros esfuerzos.

El inicio de los noventa fue una época de grandes cambios en Colombia y Latinoamérica: en el marco de procesos altamente participativos se adelantaban las reformas del Estado, dentro de las cuales se preparaba la Asamblea Nacional Constituyente para la definición de Colombia como un Estado de Derecho, basado en el reconocimiento de derechos territoriales, culturales y ciudadanos, y se construía una nueva institucionalidad ambiental. Al mismo tiempo se planteaban las posiciones que Colombia llevaría a las grandes convenciones que se firmarían en el marco de la Cumbre de la Tierra, como se llamó la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Ambiente y Desarrollo. Todos estos eventos, sin excepción, respondían a un único y contundente hecho: las naciones del mundo, sin excluir a Colombia, debían adecuar sus marcos institucionales y de negociación para abrir paso a la economía global.

Todos los espacios que se abrieron entonces, coincidieron en mantener la misma dualidad: al tiempo que hacían énfasis explícito en reconocer derechos soberanos a la Nación, a las naciones, a los grupos étnicos y a los ciudadanos sobre sus territorios y el patrimonio contenido en ellos, reconocían los derechos a los demás países para acceder a los recursos biológicos como puerta de entrada para garantizar la participación en los beneficios que se derivasen del acceso a los recursos genéticos, que eran los que en realidad importaban, y para globalizar los beneficios de los servicios ambientales disponibles en el planeta, los cuales, como era de esperarse, hacían parte del patrimonio de los países menos desarrollados.

El papel preponderante que se asignó a la equidad en la participación en las oportunidades y beneficios que se deriven de los usos de la oferta ambiental del planeta fue evidente desde el inicio, a pesar de los saludos a la bandera que se hacían a través de temas como el reconocimiento de los derechos de los pueblos a decidir si aportarían o no sus conocimientos a los procesos científicos, tecnológicos y comerciales de la biotecnología, o al cumplimiento del compromiso de las naciones por reducir la contaminación causada por ellos. Rápidamente se separó el manejo de los recursos genéticos del recurso biológico que los contiene, lo que aisló a las comunidades de su control, y de manera igualmente rápida la reducción de la contaminación se convirtió en un mercado de futuros, organizado a través de una bolsa internacional donde las naciones industrializadas negocian los porcentajes específicos que les han sido asignados sobre un total estimado de reducción de emisiones de carbono a cinco o a diez años.

Si así se plantearon las cosas desde el inicio, ¿cuál es entonces el significado específico de Johannesburgo?, ¿Cuál es el aprendizaje, cuáles los retos que se derivan de ese gran montaje escenográfico con treinta mil actores, que fue la Cumbre Mundial sobre Desarrollo Sostenible?

Si pensamos en el proceso preparatorio, podemos ver que éste no duró uno, ni dos años, sino los diez transcurridos desde la firma de los acuerdos de Río. Desde su constitución en 1994, la Organización Mundial del Comercio se fue imponiendo como el escenario central de negociación internacional, y los acuerdos de Río fueron sufriendo progresivos ajustes, hasta consolidarse en lo que hoy son: un mecanismo internacional para promover alianzas globales alrededor de la conservación ambiental, cuidando mucho de que las acciones que se realicen en este marco no vayan a constituir controles no arancelarios al comercio.

Por el camino se dio un primer gran paso cualitativo: el cambio radical en los fundamentos éticos que orientan las relaciones entre países. Si al inicio de los noventa la ética se definía en términos del respeto por los procesos vitales y su diversidad sobre cualquier otra consideración (la vida no se patenta), el milenio comienza con un planteamiento totalmente diferente, avalado por todos, o casi todos, los países del globo: nada se debe oponer al derecho que tiene un país a participar en términos de equidad en una negociación comercial internacional. ¡Vaya coincidencia! El tercero de los objetivos del Convenio sobre Diversidad Biológica, planteado desde 1991: el derecho a la participación equitativa en los beneficios que se deriven de la utilización de los recursos genéticos, léase en términos generales del patrimonio natural.

¿Qué fue Johannesburgo, además de un gran aval internacional a este replanteamiento de los principios éticos que orientan las relaciones internacionales? Hubo otro gran hito, otra gran muerte, ampliamente anunciada por ONG de diversas tendencias: la sustitución de los países por las corporaciones multinacionales como actores centrales de los espacios de negociación multilateral, lo que de alguna manera puede estar anunciando también la próxima muerte de los escenarios de negociación multilateral.

Si los valores asociados al territorio, como son la vida, el patrimonio natural y cultural y su diversidad asociada, pierden preponderancia frente a los fundamentos de la globalización, representados en derecho a participar en igualdad de condiciones en transacciones comerciales ¿Qué sentido tiene que sean representantes de los países, que son unidades territoriales, los actores en una negociación que ya no se podría llamar internacional sino global? ¿A quién o a qué se aplicaría entonces esa igualdad?

La Cumbre de Johannesburgo indudablemente avanzó en el sentido de aportar claridad al respecto. Más que en ninguna otra negociación internacional, se vio la presencia de representantes de empresas multinacionales en las diversas delegaciones. Mientras representantes de las ONG ingenuamente reclamábamos nuestro derecho a estar presentes como observadores, las empresas distribuían estratégicamente a sus representantes en varias delegaciones nacionales, consiguiendo así hacer prevalecer los intereses de grandes grupos económicos por encima de cualquier consideración de orden nacional. Sólo resta la oficialización del espacio que van a tener estos intereses corporativos en el escenario internacional.

Ya lo anticipaba el Plan de Trabajo de la Cumbre, cuando introdujo la participación activa del sector privado en la toma de decisiones sobre los temas de la Cumbre. ¿Es acaso el sector privado, en un escenario multilateral, algo diferente a las Corporaciones Multinacionales? Volvemos entonces al tema de la minimización de los Estados nacionales, tema que también se empezó a discutir a raíz de las reformas del Estado en 1991, como se mencionó anteriormente. Si ya es un hecho que los países tienen peso en escenarios internacionales en la medida en que representen los intereses de grandes grupos económicos, la capacidad negociadora de un país para defender sus intereses territoriales, entre los que se destacan los relacionados con su patrimonio natural y cultural, va a depender de su propia competitividad. ¿Cómo construye entonces los fundamentos de su competitividad internacional un país como Colombia, cuya ventaja comparativa radica en su potencial natural? Mediante alianzas, ya que no cuenta con grupos económicos suficientemente fuertes al interior de su territorio, es la respuesta que surge en primera instancia. ¿Alianzas con quién? Con los países amazónicos, andinos y del Caribe, ya que con ellos comparte su patrimonio natural y cultural, opinaría una mente simple y desprevenida como la de quienes escribimos para la revista Semillas. Sin embargo, la cosa parece no ser tan evidente, a veces nos toca, o queremos, dormir con el enemigo.

Una de las conclusiones más llamativas de mi participación en la Cumbre fue constatar al regreso que en el país se estaba dando exactamente el mismo proceso que se vio en Johannesburgo. Una nueva reducción del Estado, una institucionalidad ambiental desdibujada, las prioridades ambientales y los retos de la sostenibilidad supeditados a otras prioridades más evidentes e inmediatas como la guerra y la crisis económica. Las ONG totalmente desorganizadas y desorientadas. Y la verificación de que en el escenario nacional, las posibilidades de defender prioridades ambientales están también asociadas a la capacidad de generar niveles de competitividad a partir de los valores y potencialidades del patrimonio natural.

Más que conclusiones, lo que suscita la Cumbre de Johannesburgo es muchísimos cuestionamientos sobre la mejor forma de abordar nuestro trabajo como ambientalistas de aquí en adelante. Es evidente que las reglas del juego cambiaron, y que no lo hicieron para facilitarnos la tarea.

Algunos sugieren la veeduría ciudadana y la resistencia civil como alternativa. Hay quienes plantean que debemos aprender a permear los espacios donde se toman las decisiones sobre los procesos de desarrollo. Otros, que debemos fortalecer la dimensión económica de la gestión ambiental. Lo único cierto es, si hay algo que compete a las organizaciones no gubernamentales y a las organizaciones comunitarias interesadas en el tema, es la tarea de promover y facilitar este tipo de discusiones.    

* Diana Pombo es directora del Instituto de Gestión Ambiental

Publicado en Mayo 02 de 2003| Compartir
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