Los campesinos del mundo enfrentan, al unísono y dentro de su actividad familiar de producción de alimentos, una serie compleja de factores que inciden finalmente en su éxito productivo, en la conservación de sus recursos, en las posibilidades de subsistencia y reproducción de sus propias familias y en el mejoramiento de su calidad de vida. Tales factores, de distinto orden, los afectan profundamente y los conducen a modificar sus formas de actuar, sus prácticas y sus relaciones con el resto de la naturaleza.
Muchos de estos factores se relacionan con el mundo eco-sistémico, algunos de los cuales los agricultores no pueden manejar directamente (posición geográfica, relieve, orientación de las pendientes del predio, los materiales geológicos de los que se derivaron sus suelos, la profundidad o textura del medio edáfico). Algunos más de estos factores eco-sistémicos pueden ser directamente modificados por la acción deliberada de los productores campesinos, con mayores o menores dificultades. En esta categoría se pueden mencionar la fertilidad y la erosión del suelo, los arreglos de biodiversidad, expresados como diferentes coberturas arbóreas, de arbustos o hierbas y la captación y distribución de aguas. Otros, como el clima, pueden modificarse parcialmente.
Por otra parte, los agricultores también enfrentan fenómenos o disturbios que ya no provienen solamente del medio biofísico, sino que se originan y expanden en el sistema cultural en que desarrollan sus actividades, factor éste frecuentemente olvidado, tratado con superficialidad o intencionalmente esquivado en los análisis sobre resiliencia.
El sistema cultural se refiere a todos aquellos factores del pensamiento y la acción humanos, que algunos pensadores han reunido en tres aspectos fundamentales: las estructuras simbólicas, la organización (social, económica, política) y la plataforma tecnológica, que en el fondo constituyen la explicación ambiental del comportamiento humano (Ángel, 1993, 1998, 1999).
En efecto, todas las transformaciones, afectaciones o disturbios que los seres humanos ejercen sobre suelos, aguas, clima o biodiversidad, se operan desde estos tres complejos elementos de la cultura, fuertemente interrelacionados entre sí. Por una parte, las estructuras simbólicas del pensamiento (las formas de pensar o las estructuras teóricas que anteceden a la acción), definen los lineamientos generales que guían el comportamiento de los seres humanos y que presuponen tanto el conocimiento (científico o no) de la naturaleza como las normas del derecho que permiten o no el acceso a bosques, aguas, tierras u otros recursos. La organización, por su parte, incluye todos los elementos sociales, políticos, económicos e institucionales que moldean igualmente las posibilidades de acción humana. Finalmente, la plataforma tecnológica, que se define como ciencia aplicada y que está inmersa dentro de la organización socioeconómica y política, se expresa en las herramientas físicas, procesos, maquinarias y equipos a través de las cuales se modifican y afectan suelos, aguas y cultivos (agro-biodiversidad).
De esta manera, muchos factores ecosistémicos y culturales que causan disturbios, pueden ser modificados en mayor o menor grado por distintos grupos humanos, dependiendo de sus posibilidades económicas, sociales, institucionales, políticas, de sus visiones del mundo y de su arsenal tecnológico. El clima constituye un buen ejemplo de cómo un factor ecosistémico, externo al agricultor campesino, puede ser culturalmente modificado: ellos lo hacen instaurando sistemas de riego en zonas secas o con déficits periódicos de agua o a través del uso de invernaderos que aíslan los cultivos y que permiten el paso de determinadas ondas de luz solar y la regulación interna de las temperaturas diarias. Los agricultores modifican los microclimas a través del manejo de la biodiversidad, el uso de distintas plantas de sombrío, el incremento de la capacidad de retención de humedad en los suelos, los sistemas de captación y conducción de aguas y otras prácticas culturales (Lin, 2011).
Por otra parte, los agricultores pueden enfrentar la variabilidad climática y amortiguar o disminuir sus efectos hasta determinado nivel o umbral. Es cierto que ningún agricultor puede modificar la duración o la intensidad de una sequía o de un período prolongado de lluvias que se presentan como consecuencia de fenómenos planetarios, pero en determinadas circunstancias sí pueden adaptarse a tales eventos, restaurar la calidad y cantidad de sus cultivos y retornar a las sendas anteriores de producción y de bienestar interrumpidas por el disturbio climático.
Estas circunstancias que hacen más o menos resistente a un agricultor y su finca a distintos tipos de disturbios, es función de muchas variables y se conoce generalmente como resiliencia. Y la resiliencia, aunque tiene raíces en el medio ecosistémico, también es cultural. Depende del tipo de sistema de producción (ecológico o convencional) que haya adoptado el agricultor campesino o agroindustrial, es decir, de las tecnologías que practique, de la biodiversidad que maneje, de la atención que le haya puesto al manejo de sus suelos y de sus aguas.
Pero también depende de otras múltiples variables de la cultura: de sus ahorros económicos, de su conocimiento para predecir y afrontar eventos extremos, de la composición de su núcleo familiar, de las redes sociales que lo sustentan, de la infraestructura de servicios públicos que rodeen su finca, de la institucionalidad local, de las redes de conexión vegetal que haya acumulado en su agroecosistema, de los lazos de amistad con sus vecinos. Pero sobre todo, depende de las relaciones de poder en las que está inmerso, como se ampliará más adelante. Y también depende y se inserta en las redes de conocimiento y en los sistemas tecnológicos que rodean a los agricultores campesinos.
Un factor importante en los procesos de resiliencia es el cúmulo de habilidades y conocimientos aplicados de los campesinos para anticiparse a la variabilidad climática. Obviamente y como se enunció en párrafos anteriores, estas habilidades que se expresan en plataformas tecnológicas de manejo de las fincas, se originan y se modifican al tenor de las demás variables simbólicas y organizacionales de la cultura.
Los agricultores, en especial los campesinos de todo origen étnico, son expertos en asociar la presencia o ausencia de determinados grupos de animales y los cambios fenológicos de las plantas (momento de la floración, caídas de hojas, explosión de semillas) con la aparición de períodos determinados del clima. El brillo solar, la intensidad del viento, la aparición repentina de ciertas aves, la floración de alguna especie clave, el pulular de determinados insectos, son claves naturales que los campesinos interpretan en función de las posibilidades de lluvia o de fluctuaciones de temperaturas del aire.
Y luego, los campesinos actúan en consecuencia. Con estas informaciones, que conocen a través de sus experiencias diarias de contacto con las variables climáticas, los agricultores campesinos pueden tomar decisiones informadas sobre su quehacer cotidiano: adelantar o atrasar las fechas de siembra, cubrir o no sus suelos, podar o no ciertas especies, abonar, desyerbar, dejar los suelos en barbecho, actividades que están mediadas tanto por sus conocimientos como por sus posibilidades económicas, sociales y políticas.
Es lo que sucede, entre otros, con agricultores campesinos de Anolaima, Guasca (Cundinamarca), Paipa y Duitama (Boyacá). Investigaciones conjuntas entre agricultores e investigadores de la Universidad Nacional de Colombia, dirigidas a analizar las lógicas y prácticas de resiliencia implementadas por campesinas y campesinos en dichos municipios, corroboran la afirmación hecha más arriba: los agricultores se encuentran en una búsqueda y generación permanente de estrategias de afrontamiento y adaptación frente a la variabilidad climática, dentro de las complejas realidades de su quehacer diario.
Estas estrategias se dan, en un primer nivel, a través de lo que se podría denominar el manejo agrológico (edafológico) de la huerta, que incluye el uso de diversos tipos de coberturas para incrementar la conservación de la humedad del suelo. En unos casos, el uso de coberturas constituye una práctica planificada en la cual el campesino destina parte del pasto de corte o restos de la desyerba a manera de acolchado o mulch; en otros casos, sencillamente se permite el desarrollo controlado de algunas arvenses dentro y alrededor de los cultivos, en la medida en que los agricultores reconocen los beneficios que estas aportan al mantenimiento de la humedad y la fertilidad del suelo.
Otras prácticas tienen que ver con la implementación de policultivos y huertas diversificadas. En oposición al principio de la agricultura intensiva convencional de simplificar al máximo el agro-ecosistema en busca de la maximización de la productividad neta, las fincas estudiadas se destacan por utilizar alta cantidad de especies cultivadas integradas dentro de la huerta, algunas de ellas de origen local. Los investigadores de la universidad encontraron un promedio de cuarenta especies por finca, y en algunos casos, este número alcanzó 130 especies diferentes, en áreas inferiores a 0,5 hectáreas.
Estos altos niveles de agro-biodiversidad contribuyen a elevar la resiliencia de los sistemas productivos puesto que el intercalamiento de especies dentro de la huerta dificulta la proliferación de plagas y enfermedades, probablemente porque reduce su capacidad de dispersión gracias al efecto barrera, así como porque se promueve la presencia de enemigos naturales de potenciales insectos plaga. Por otra parte, la diversificación permite al agricultor mantener la producción de cultivos a lo largo del año, al alternar aquellas especies más resistentes a los períodos secos con aquellas que tienen requerimientos más elevados de agua.
A nivel del agro-ecosistema como un todo (la finca), vale la pena resaltar las prácticas de manejo del agua. Entre los agricultores de estas zonas es generalizada la práctica de cosecha de agua lluvia aprovechando los techos de las casas y las coberturas de los invernaderos, para su posterior utilización en el riego o en algunas labores del hogar. También es frecuente la reutilización de las aguas grises para el riego de pastos.
Asimismo, la producción de compost, humus y otros biofertilizantes obtenidos a partir del aprovechamiento de la materia orgánica residual de los cultivos y el estiércol del ganado, prácticas comunes en las zonas de estudio, reducen en gran medida la compra de abonos químicos y el consumo de energía en la forma de combustible. Esto, adicionalmente, contribuye a incrementar los niveles de materia orgánica del suelo, lo cual no sólo permite mayor la retención de la humedad sino que también eleva la fracción de agua en el suelo que es aprovechable para las plantas (Salcedo-Pérez et al., 2007) y genera condiciones favorables para la permanencia de fauna edáfica que cumple diferentes funciones en torno a la fertilidad del suelo.
El establecimiento de este tipo de agroecosistemas diversificados, con un manejo racional del recurso hídrico, baja dependencia de subsidios energéticos externos y mínima -o nula- aplicación de fertilizantes y pesticidas de síntesis química, constituyen desde luego, una decisión consciente por parte de los agricultores, que va mucho más allá de un mero diseño agronómico y que se inserta en un modelo social, económico, político y ético diferente.
A lo largo de diversos ejercicios de investigación participativa con agricultores que producen bajo un enfoque ecológico, lo que se puede evidenciar es que este tipo de prácticas resultan de una hibridación entre el conocimiento tradicional campesino, y las técnicas, métodos y concepción de lo que podemos denominar de manera genérica como las agriculturas alternativas. Más aún, la implementación de prácticas ecológicas constituye en muchos casos un gesto de afirmación de la identidad campesina, surgiendo puntos de convergencia con las luchas por el acceso a la tierra, la soberanía alimentaria y las economías populares. En una palabra, con la dimensión política de la resiliencia.
El análisis precedente, que acepta una dimensión ambiental o, si se quiere, cultural de la resiliencia, lleva precisamente a cuestionar las definiciones del mismo término “resiliencia” que han sido empleadas regularmente. La resiliencia tiene una larga historia en las diferentes disciplinas técnicas y académicas (Martin-Breen y Anderies, 2011, Bahadur et al., 2010 y Gunderson et al., 2001). El concepto ha pasado por la ecología, la psicología y la física y en todas estas disciplinas se ha entendido como la capacidad que tiene un sistema de recuperarse y de volver a su estado inicial, después de un disturbio.
De esta forma, la resiliencia es presentada como una noción neutral que, en los agroecosistemas, tendría la connotación de ser una característica natural, dependiente de las condiciones biofísicas de la finca y por lo tanto independiente del espectro cultural. En esta ausencia conceptual, no se consideran sus profundas vinculaciones políticas, es decir, se olvidan las causas estructurales de la vulnerabilidad de los agricultores y sus agroecosistemas, muchas de ellas ancladas en asimétricas relaciones de poder bajo las cuales se puede o no construir la resiliencia. Tampoco se evidencia el camino de la misma: ¿Para responder a las necesidades de los campesinos…o para adaptarse a las condiciones económicas del modelo de desarrollo imperante? Como lo afirman Gunderson et al., (2001) “…la resiliencia no es independiente de la ética ni de los valores sociales...” Cuando se aplica a los sistemas culturales, el uso de los conceptos asociados a la resiliencia, debe reconocer entre otros aspectos, tales relaciones sociales de poder que se corresponden, evidentemente, con las agencias, modificaciones, influencias o imposiciones de ciertos grupos o clases sociales sobre otros (Friend & Moench 2013). En muchos casos el aumento de la resiliencia de algunas clases sociales se da en el contexto de la disminución de resiliencia o aumento del riesgo de otras clases. Por lo tanto, este enfoque implica considerar, necesariamente, los problemas de distribución, acceso y apropiación de recursos, distribución de riqueza, derechos, libertades y oportunidades (Lebel et al., 2006 y Leach et al., 2007).
De esta manera, enfatizar solamente en la capacidad de recuperación biofísica de un agro-ecosistema a la variabilidad climática, puede distraer la atención de las injusticias sociales existentes. El discurso de resiliencia más comúnmente utilizado puede entonces legitimar las relaciones jerárquicas y de explotación existentes en una zona determinada, concentrando pasajeramente la atención estatal y los recursos de ayuda, pero dejando intactos los procesos ocultos de injusticia social (tenencia precaria de la tierra, bajos niveles de educación, nulo acceso al crédito, tecnologías no apropiadas) que se encuentran en la base de la resiliencia cultural.
Atender a los factores políticos de la vulnerabilidad agro-ecosistémica, implica en consecuencia, ir más allá de las circunstancias físicas y ecológicas de los campos de cultivo (manejo de biodiversidad, del microclima, de suelos) y analizar la trasformación de las condiciones estructurales, haciendo hincapié en cambios a largo plazo que garanticen el acceso de los campesinos a los recursos productivos, de infraestructura y servicios que refuercen su autonomía para la toma de decisiones. Esto significa ocuparse de las causas subyacentes de la pobreza y la desigualdad (Gaillard, 2010 y Cannon, 2008). Aquí importa señalar la necesidad de contar con la presencia de un Estado fuerte y comprometido con los pequeños agricultores.
Un ejemplo en esta dirección lo ofrecen los campesinos cafeteros de Anolaima (Cundinamarca) que, a pesar de poseer arraigados conocimientos tradicionales de su región, su finca y su cultivo, de manejar adecuadamente sus suelos, de aumentar la biodiversidad de su agroecosistema y de tener muchos años acumulados de experiencia y permanencia en la zona, factores estructurales como la desigual distribución de ingresos y recursos la falta de acceso a capital, marcan de manera tanto o mucho más significativa que los factores biofísicos antes mencionados, sus posibilidades de resiliencia ante disturbios externos fuertes como aquellos generados por la dinámica de los precios internacionales del café.
Por lo tanto, la resiliencia podría ser mayor en las comunidades con capacidad de enfrentar estos problemas estructurales, sin negar que existe un componente significativo de la resiliencia en la misma naturaleza y en el manejo de los componentes ecosistémicos y biofísicos de los agroecosistemas (tipos de suelos, pendientes, arreglos de los cultivos, proximidad a fuentes de aguas que se modifican con prácticas agroecológicas). En este sentido y volviendo al caso de Anolaima, los campesinos ecológicos y convencionales de la zona enfrentan por igual el grave problema de deslizamientos de tierra, que se da para todos los terrenos y de escases de agua, sin importar a qué sistema de producción se adscriben los agricultores.
Lo anterior quiere decir que en las regiones en donde el conjunto de la sociedad ha adquirido fuertes lazos de cooperación, asociatividad, altruismo y solidaridad, se generan posibilidades de redistribuir el poder económico y político y por lo tanto aumentan las posibilidades de enfrentar con mayor éxito disturbios o amenazas exteriores de gran magnitud. No es lo mismo la resiliencia espacial de territorios ni la resiliencia individual de agroecosistemas en donde las diferencias sociopolíticas entre agroindustriales y campesinos sean marcadas, a aquellas áreas y fincas en donde tales diferencias sean mínimas.
Aquí puntuaría a favor de la resiliencia de los campesinos su capacidad de aprendizaje social, su pensamiento flexible y su capacidad de organización política. Muchos debates de resiliencia climática, no han considerado el enfoque aquí planteado, ni las implicaciones del modelo económico, político y tecnológico bajo el cual producen los agricultores campesinos, factor decisivo a la hora de establecer balances y evaluaciones que soporten decisiones económicas de distribución de recursos.
ÁNGEL, M.A. 1993. La trama de la vida. Bases ecológicas del pensamiento ambiental. Ed. Dirección General de Capacitación del Ministerio de Educación Nacional - Instituto de Estudios Ambientales (IDEA) Universidad Nacional de Colombia. Bogotá. 77 p.
ÁNGEL, M.A. 1995. La fragilidad ambiental de la cultura. Ed. Universidad Nacional de Colombia. Bogotá. 127 p.
ÁNGEL, M.A. 1996. El reto de la vida. Ecosistema y cultura. Una introducción al estudio del medio ambiente. Ed. Ecofondo. Bogotá. 109 p.
BAHADUR, A.V., Ibrahim, M. y Tanner, T. 2010. The resilience renaissance? Unpacking of Resilience for Tackling Climate Change and Disasters. Strengthening Climate Resilience Discussion Paper 1. Institute of Development Studies, Brighton, Sussex.
CANNON, T. 2008. Reducing People’s Vulnerability to Natural Hazards: Communities and Resilience. UNU-WIDER. 19 p.
FRIEND, R Y MOENCH, M. 2013. What is the purpose of urban climate resilience? Implications for addressing poverty and vulnerability. Urban Climate. Volume 6, pp 98–113.
GAILLARD, J.G. 2010. Vulnerability, capacity and resilience: perspective for climate and development POLICY. Journal of international development, 22 (2010), PP. 218–232
GUNDERSON, L.H., HOLLING C.S. 2001. Panarchy: understanding transformations L.H. Gunderson, C.S. HOLLING (Eds.), Human and Natural Systems, Island Press, Washington, DC 507p.
LEACH, M., BLOOM, G., ELY, A., NIGHTINGALE, P., SCOONES, I., SHAH E. Y SMITH A. 2007. Understanding Governance: Pathways to Sustainability, STEPS Working Paper 2Steps Centre, Brighton
LEBEL, L., ANDERIES J.M., CAMPBELL B., FOLKE C., HATFIELD-DODDS S., HUGHES T.P. Y WILSON J. 2006. Governance and the capacity to manage resilience in regional social-ecological systems. Ecology and Society, 11 (1), pp. 1–21
LIN, B. B. 2011. Resilience in agriculture through crop diversification: adaptive management for environmental change. BioScience, 61, 183 – 193. doi: 10.1525/bio.2011.61.3.4
Martin-Breen, P. y Anderies, J.M. 2011. Resilience: A Literature Review Rockefeller Foundation.
SALCEDO-PÉREZ, E., GALVIS-SPINOLA, A., HERNÁNDEZ-MENDOZA, T. M., RODRÍGUEZ-MACIAS, R., ZAMORA-NATERA, F., BUGARIN-MONTOYA, R. Y CARRILLO-GONZÁLEZ, R. 2007. La humedad aprovechable y su relación con la materia orgánica y superficie específica del suelo. Terra Latinoamericana, 25 (4), 419–425.
Calle 28A No. 15-31 Oficina 302 Bogotá Teléfono: (57)(1) 7035387 Bogotá, Colombia. semillas@semillas.org.co
Sitio web desarrollado por Colnodo bajo autorización del Grupo Semillas
MAPA DEL SITIO | CONTACTENOS