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¿Responsabilidad social empresarial o derechos humanos?

Amanda Romero Medina, Colombia, Septiembre 23 de 2014, Este artículo ha sido consultado 1712 veces

Desde junio de 2011, por voto unánime, el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas aprobó los Principios Rectores sobre Empresas y Derechos Humanos, como un marco que, por primera vez, reconoce la importancia de abordar los numerosos problemas derivados de graves abusos atribuidos a operaciones empresariales en todo el mundo. Previa a esa declaración, destacadas organizaciones no gubernamentales mundiales llamaron la atención sobre las restricciones del texto, fundamentalmente respecto del deber de los Estados de cumplir con los estándares internacionalmente reconocidos de derechos humanos y, en concreto, de expedir marcos regulatorios y crear mecanismos competentes para prevenir y sancionar a terceros que – como las empresas - ocasionan daños en las personas, sus comunidades y su entorno, además de fórmulas para ofrecer reparaciones a las víctimas. Asimismo, apuntaban a la urgencia de abordar las profundas brechas creadas por la globalización económica, que cada día deja a más personas sumidas en la pobreza.

A tres años de haberse aprobado este instrumento voluntario, que coexiste con numerosos otros principios, códigos de conducta y acuerdos similares , algunas empresas y unos pocos gobiernos han comenzado a introducir políticas públicas sobre empresas y derechos humanos para vigilar el comportamiento empresarial  en donde se aclara que la “Responsabilidad Social Empresarial, RSE (o Corporativa, como también se la llama, entendida como los deberes que las empresas tienen respecto de los aspectos económicos, sociales y ambientales de sus operaciones), tiene consecuencias directas en los derechos humanos. Iniciativas como las de Unicef señalan, por ejemplo, que la cuestión de la responsabilidad social empresarial debe ir más allá de la erradicación del trabajo infantil y la filantropía  y por ende, deben pasar a asumir los riesgos y el reconocimiento de los daños explícitos que sus operaciones pueden causar, directa e indirectamente, a través de sus contratistas.

En el debate actual sobre el tema, irrumpen también propuestas para la redacción y aprobación de un instrumento internacional obligatorio, que supere los principios voluntarios, como la liderada por el gobierno de Ecuador, el cual ha sido respaldado ya por más de 85 países del Sur y numerosas redes internacionales ambientalistas, de derechos humanos y de pueblos indígenas , y que enfrenta la oposición de muchos gobiernos del Norte Global y sus empresas. Como señala J. Ruggie , los abusos de derechos humanos cometidos por las empresas cubren una esfera compleja del campo jurídico, que sería preciso invocar y armonizar: el derecho internacional de los derechos humanos, los derechos laborales o las normas anti-discriminatorias; en países con conflictos armados, el derecho internacional humanitario; pero también desde la perspectiva empresarial, el derecho de las inversiones, derecho de los tratados (incluyendo los tratados de libre comercio), las normas de protección al consumidor, el derecho empresarial y las regulaciones de salvaguardas, que hallamos en préstamos de instituciones financieras internacionales.

 

Alianzas público-privadas

Según el Trans-National Institute (TNI) y Occupy.com, las más de 80 mil empresas transnacionales más poderosas a nivel mundial (cuyas filiales podrían multiplicarse por diez), poseen recursos que no solo superan en muchos casos los ingresos de los países , en especial de naciones con serios problemas económicos, sino que, con sus estrategias de mercado, han empeorado las condiciones de vida de la población. Las tensiones entre el papel de las empresas como oferentes de empleos (incluso si no son de calidad), los servicios y productos que fabrican y las necesidades resultantes de los imperativos de una concepción de desarrollo basada en el uso intensivo de los bienes de la naturaleza, la explotación de la mano de obra, en especial infantil, femenina y de grupos oprimidos de la sociedad, siguen siendo motivo de preocupación para órganos de derechos humanos y organizaciones sociales, sindicales, indígenas, afrodescendientes, de mujeres, de derechos de la infancia, o ambientalistas, entre otras. 

Sin prestar atención a los crecientes reclamos y protestas sociales al respecto, los gobiernos insisten en dar prioridad al desarrollo empresarial, aún a costa del bienestar de la población, a menudo porque los propietarios, accionistas o gerentes de las empresas están estrechamente vinculados con la clase política, financian sus campañas electorales o provienen de altos puestos en los gobiernos, en instituciones financieras internacionales o en órganos intergubernamentales, en lo que se ha denominado “la puerta giratoria” .

En ese sentido, en América Latina y el Caribe, el Banco Interamericano de Desarrollo enumera un conjunto de posibilidades por las cuales se pueden establecer las “alianzas” entre el sector privado y los gobiernos de la región, mediante la construcción y modernización de puertos y aeropuertos y tecnologías de información y comunicación, y la “creación de redes de producción regionales para generar más empleo”, y respecto de la “abundancia de recursos naturales”, la alianza buscaría (…) “mayor inversión en tecnología y capital, introducción de reglas claras, más respetuosas del medio ambiente; promoción de la responsabilidad social corporativa y, acceso a financiamiento y comercialización eficiente.” .

En el escenario de la construcción de estos modelos económicos atados a los TLC, existen diversas formas mediante las cuales los gobiernos hablan de “atraer” la inversión empresarial, bien sea como mecanismo para canjear su deuda , como colaboración en el emprendimiento de obras y servicios sociales y como formas de potenciar el crecimiento económico, entendido como aumento en el PIB, y no, como lo plantean las organizaciones de la región, para promover el “buen vivir”.

 

Política empresarial del “buen vecino”

De otra parte, bajo el discurso de la superación de la pobreza extrema, las elites regionales no cuestionan el hecho de que América Latina sea la zona del mundo con mayor inequidad en términos de distribución de la riqueza, sino que afirman que ésta se alcanza solamente si hay más inversión de capitales privados en la economía. En consecuencia, desde finales del siglo XX, dicha inversión se enfoca principalmente en los recursos no renovables (agua, petróleo, gas, minería, bosques), y son, justamente, en esos sectores donde se registra el mayor número de conflictos sociales, derivados de disputas entre comunidades rurales, sobre todo indígenas, afrodescendientes y campesinas pobres, y empresas nacionales y transnacionales, a las cuales acusan de despojo y acaparamiento de tierras, contaminación del aire, el agua y el suelo, malas condiciones laborales y privación del acceso al derecho a la alimentación, a la salud, a la protesta pacífica, toda vez que la respuesta de los Estados ha estado signada por el incremento de la criminalización de dirigentes sociales y comunitarios.

En ese contexto, algunas empresas generan mecanismos para la continuación de su negocio, mediante acercamientos con las comunidades, bien sea bajo la política del “buen vecino”, o de “ciudadano corporativo ejemplar”, asegurada a través de la creación de fundaciones empresariales que vienen a reemplazar a menudo la función estatal de garantizar la vigencia de los derechos económicos, sociales y culturales, en tanto ofrecen becas de estudio, construyen instalaciones de salud, carreteras, escuelas, etc. O bien, a través de su alianza con sectores proclives a las empresas (sobre todo las agroindustriales, de infraestructura o de extracción de recursos del subsuelo), que por lo general cuentan con el aval político de grupos políticos conservadores y producen, en la práctica, divisiones y cooptación de la dirigencia comunitaria para alcanzar lealtades a la empresa, basados en intereses que no son para nada altruistas.

No solo en países con conflictos armados, como Colombia, sino en la mayoría de los países de la región latinoamericana, se han ido escalando las tensiones violentas alrededor de la negativa de las comunidades a aceptar la presencia de empresas que ignoran sus derechos, la búsqueda de un cese a la impunidad por los daños ocasionados o la reversión de normas que van en contra de las ideas de desarrollo propio y relación armónica con la naturaleza; en la mayoría de los casos, muchos gobiernos optan por la utilización desproporcionada de la fuerza, mediante la respuesta policial, militar, sola o en combinación con grupos civiles armados (“patotas”, “paramilitares” o “milicias”), que empeoran aún más las posibilidades de hallar soluciones compatibles con los estándares de los deberes estatales de  protección, promoción y prevención de violaciones de los derechos humanos, cuando hay terceros responsables también de los hechos.

 

¿Del “buen vecino” al “buen inquilino?

La legislación de los países latinoamericanos se ha ido modificando con el paso de los años para acomodarse a las exigencias de las prioridades de la inversión capitalista en las zonas rurales y urbanas deprimidas, a través de los más diversos proyectos de “desarrollo” empresarial. En ese marco, surgen las normas de “derecho de superficie”, que en apariencia vendrían a respetar a los propietarios colectivos de tierras y territorios, porque no desconoce su titularidad, pero abre la opción al arrendamiento y uso del suelo o del subsuelo para emprendimientos corporativos, dentro de lo que se denomina el “derecho de superficie”.

En Colombia, la iniciativa ha estado en manos del Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural, que presentó a consideración del Congreso un proyecto de ley para crear esta figura, con el objetivo de “otorgar a un tercero o superficiario, a través de un acto administrativo o de un contrato entre particulares celebrado mediante escritura pública, gratuitamente o pagando una contraprestación, el uso, goce y disposición de la superficie de un determinado inmueble rural para destinarlo a actividades relacionadas con la agricultura, la ganadería y la pesca, entre otras establecidas expresamente en el Proyecto. Este contrato tendría una duración máxima de 30 años, que podría extenderse por un término igual, al final del cual lo edificado o plantado pasaría a ser del propietario inscrito del terreno” .

De aprobarse una norma así, se promoverían las “alianzas público-privadas”, entre el Estado y las empresas en terrenos que se consideren “baldíos” de la nación, pero, además, entre éstas y particulares. Así lo expresó el presidente Santos al informar sobre uno de los puntos aparentemente acordados con las FARC en las negociaciones de La Habana incluirá esta perspectiva de alianzas con el sector privado . 

Esta experiencia ya existe en países como México, donde buena parte de los conflictos actuales se derivan de contratos entre empresas y comunidades. En algunos casos, porque las empresas emplearon métodos engañosos o dividieron a las comunidades para hacerse con los terrenos, como en los casos de los pueblos mayas del istmo de Tehuantepec, en Oaxaca ; en otros, porque los precios de los arrendamientos son prácticamente irrisorios respecto de las ganancias de las empresas, lo que ha obligado a algunas de ellas a redefinir los términos de los contratos mediante acciones de hecho, como las ocurridas en terrenos de campesinos ejidatarios en Guerrero , dedicados a la minería de oro y plata a cielo abierto.

 

Experiencias positivas y retos hacia el futuro

Hasta ahora, algunas experiencias que pueden considerarse exitosas respecto de las relaciones empresas-organizaciones de la sociedad civil se refieren a la provisión de servicios esenciales y reducción de tarifas, como sucedió en la zona del Magdalena Medio colombiano con dos empresas de generación y distribución de energía eléctrica (ISA e ISAGEN), en procesos desarrollados en las décadas anteriores, gracias a los Programas de Desarrollo y Paz.

En esa línea, la financiación por parte de las empresas de iniciativas de las organizaciones no gubernamentales y sociales puede contribuir efectivamente en el fortalecimiento de procesos comunitarios, pero solamente pueden tener feliz término cuando las organizaciones mantienen su autonomía, y ello es más probable de conseguirse con la participación de empresas de propiedad del Estado, antes que con empresas del sector privado, puesto que su naturaleza misma –el lucro económico- entra en cuestión respecto de acciones que no les representa de modo inmediato ingresos financieros.

Entender que no toda acción de RSE es necesariamente una apuesta por los derechos humanos y que no toda alianza empresarial tiene por finalidad el respeto por los derechos adquiridos –ancestrales y legales- por las comunidades, es el tema que ocupa las agendas de muchas organizaciones locales que se ven enfrentadas a las presiones de las empresas y las autoridades estatales por iniciar o mantener buenas relaciones, en especial si no se han surtido con todos sus requisitos los procesos de consulta previa, libre e informada (a comunidades garífunas, negras, o afrodescendientes y a pueblos indígenas), o se han llevado ante la justicia los casos de daño ambiental y social y sobre todo, se ha obtenido remedio a los abusos de derechos humanos en los cuales están implicadas las empresas o sus subcontratistas.

En conclusión, no puede hablarse de RSE sin remitirse a una discusión más amplia y fundada en el marco internacional de los derechos humanos para poder establecer relaciones de respeto entre dos actores cuya asimetría en términos de poder demanda un ejercicio serio de las obligaciones de respeto y remediación, al lado del deber de respeto de los derechos humanos por el Estado.

Publicado en Septiembre 23 de 2014| Compartir
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