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El campesinado, una cultura amenazada por la urbe globalizada

Gloria S. Moreno / Gladys Gómez Ariza, Agosto 20 de 2013, Este artículo ha sido consultado 1806 veces

A propósito de la afortunada defensa de lo público resaltada en el actual Plan de Desarrollo de Bogotá D.C., bien vale la pena comenzar señalando que la construcción de lo público, como estrategia para oponer al clientelismo y la corrupción tiene una gran oportunidad en el reconocimiento de la capacidad organizativa y de gestión del territorio por parte de las comunidades. En el caso particular de la ruralidad es connotada la lucha por su territorio desde la segunda mitad de la década de los noventa ante los embates de la expansión urbana formal e informal y ante la administración misma de una ciudad con enormes vacíos de gobernabilidad.



El fortalecimiento de lo público comienza por reconocer que su gestión no es exclusiva de las entidades gubernamentales; de hecho, son significativos en ese sentido los esfuerzos de las comunidades campesinas por hacerse visibles desde propuestas concretas como el Agroparque los Soches, desde su participación en el intento de establecer reglas de juego que les permitiera autoincluirse en la ciudad, de los que derivó una sensible ampliación en el imaginario colectivo urbano: con ocasión de la construcción de la Política de Ruralidad, fueron muchos los habitantes de la ciudad que se enteraron que Bogotá también era rural.

La búsqueda de interlocución con la administración sostenida en el tiempo tampoco se limitó al caso de Los Soches, igual capacidad exhibieron las comunidades de las veredas La Requilina, Chiguaza, Olarte, desde la expedición de Plan de Ordenamiento Territorial se plantearon en un constante debate por la defensa de la territorialidad rural frente a la determinante normativa de expansión en Usme; igualmente, la reivindicación de la ruralidad de las comunidades de Ciudad Bolívar ante la implacable presión sanitaria por el volumen de basuras que se depositan entre las veredas Mochuelo alto y bajo. Justamente, en esta coyuntura de cambios de enfoque en el modelo de ciudad, es la oportunidad de obtener respuestas, no parciales y atomizadas, sino de expresión de una voluntad política que refleje la articulación que el PDD plantea: ordenamiento alrededor del agua, revertir la segregación socioespacial y la defensa de lo público, todo en uno.

La capacidad de las comunidades campesinas de hacer coincidir sus intereses como grupo poblacional con los intereses colectivos de la ciudad respecto a la protección del agua y el control territorial de los distintos factores, no solo urbanización pirata, que jalonan la expansión urbana los convierte en los socios por antonomasia de la administración en el propósito de consolidar la ciudad compacta. Sus esfuerzos se pueden apreciar en ejercicios de planeación en los que, convocados por las entidades desde 2004, han participado y la disposición permanente para contribuir en el diseño de las estrategias para enfrentar conjuntamente los conflictos territoriales de la ruralidad y el borde urbano-rural.

En razón a esta importancia que cobra lo público, hablar de la ruralidad en un contexto territorial predominantemente citadino, significa romper con el arquetipo de la ciudad capital, que por sus propios atributos, excluye otras formas de vida de la llamada “modernidad urbana” abundante en consumo y oferta de servicios, lo cual pareciera inevitable como paradigma de la sociedad actual. Desde esta perspectiva es necesario analizar los conflictos socioambientales que afronta y el potencial de la ruralidad en la sustentabilidad territorial de Bogotá.

Pese a la tendencia impuesta de vivir en las urbes, en las goteras de la ciudad se extiende una ruralidad en las localidades de Usme y Ciudad Bolívar, con características socioculturales, económicas, ambientales y políticas que complejizan su dinámica y relaciones.

Este territorio ofrece servicios ecosistémicos con cualidades hídricas y boscosas importantes: Páramo, bosques alto andino, vegetación subxerofítica y fauna asociada. Ecosistemas que por sus cualidades y vulnerabilidad, especialmente ante el cambio climático, tienden a desaparecer.

En él, confluyen identidad cultural, cuencas hidrográficas, historia y ecosistemas para conformar una unidad territorial donde la diversidad enriquece paisaje y geografía, exalta las montañas y da nacimiento a una de las principales cuencas de Bogotá, la del río Tunjuelito, siendo el agua fundamental para la viabilidad de la ciudad, la ruralidad del Distrito Capital cumple un papel primordial para el abastecimiento hídrico tanto urbano como rural y no solo distrital sino regional.

En la actualidad se encuentra en la mira de empresas multinacionales, amparadas por las políticas energéticas para construir enclaves de generación mediante cadenas de microcentrales aprovechando el potencial hídrico de Sumapaz, proyecto que cuenta con el consenso social.

La estructura del país desde la década del sesenta dejó de ser esencialmente campesina para darle paso a las urbes con un 70% de su población concentrada en las ciudades, tendencia típica de las sociedades modernas, sin duda, orientada por las políticas del Estado hacia el desarrollo urbano, que cobraron auge bajo el manto de la globalización. En términos cuantitativos este proceso implicó el paso de 7.915 hectáreas urbanizadas en 1964 a 30.110 hectáreas en 1999, es decir aumentó la urbe más de cuatro veces. Un cambio que le llevó a Europa cerca de 300 años, a nosotros tan solo veinte, lo cual precipitó que la ruralidad se hiciera “subalterna” a los intereses urbanos. Es ilustrativa la tendencia de enfrentar precisamente las cifras de población urbana con las de población rural para justificar cualquier cosa: con esta falacia numérica el interés general siempre estará sospechosamente del lado urbano.

Este tránsito agudizó los múltiples conflictos sociales, culturales y económicos[1], donde el concepto de rural fue asociado al subdesarrollo o atraso, “ninguneando”[2] la cultura campesina, generando un desconocimiento de este escenario, de alguna manera se invisibilizó el territorio rural, en toda su complejidad, simplemente se lo asimila como proveedor de “recursos naturales” y de suelo urbanizable y se actúa en consecuencia. De tal manera la ciudad no solo ha succionado bienes naturales de la región como el agua, sino que ha ido apropiándose del territorio, para transformarlo en metros cuadrados valorizados, con el consiguiente deterioro social, ambiental y la pérdida de identidad cultural.

 

¿Cómo vive el campesino, ad portas de la ciudad?

Parece estar signado por el anacronismo, asumir la condición de campesino en la plenitud del modelo urbano como sinónimo de progreso y modernidad. Irónico destino de limbo social es el reconocimiento a la multietnicidad y pluriculturalidad inscrita como principio en la Constitución Nacional, que simultáneamente alcanzó a comunidades étnicas y pareció enterrar las posibilidades del campesino de ser reconocido.

El territorio rural es escenario de conflictos, en especial en el borde urbano-rural, el más palpable es por supuesto el de tener una ciudad, que se aproxima a los ocho millones de habitantes, presionando la ruralidad, contraponiendo el interés de convertir la ruralidad en suelo urbanizable a expensas del territorio campesino. La operación Nuevo Usme planeó una expansión en cuatro polígonos que desaparecerían cinco veredas con cerca de ochocientas hectáreas de Usme para la oferta de Vivienda de interés social en la ciudad, sin mayores opciones para una minoría social y cultural.

Pero éste no es el único factor de conflicto, el sur es además el sumidero de la ciudad, lo ilustra la disposición de basuras en la zona rural de Ciudad Bolívar, con algo más de seis mil toneladas diarias que se depositan en lo que antes eran tierras fértiles; en ellas los campesinos cultivaban y producían tubérculos, hortalizas y cereales, combinando con ganadería de menor extensión y cría de especies menores. Hoy la fetidez, la contaminación atmosférica y paisajística, la pérdida de cobertura y capa de suelo, no sólo en el área destinada al relleno doña Juana sino en las veredas aledañas que sufren el impacto socioambiental, hace progresivamente inviable la vida campesina en su proximidad.

La reflexión sobre lo público nos obliga a reconsiderar las múltiples dimensiones del territorio y apreciar que los usos de alto impacto que, por efecto de la segregación socioespacial esta ciudad ha concentrado en la cuenca del Tunjuelo, deberán ser reasumidas colectiva y solidariamente a fin de recuperar en alguna medida el sentido de equidad y el equilibrio territorial entre la ciudad y el territorio que le da sustento, lo cual nos obligará a asumir socialmente la responsabilidad de un manejo integral de los residuos sólidos y a priorizar la seguridad alimentaria antes que el depósito de basuras en suelo rural. La minería plantea otro escenario en disputa con la perspectiva rural y la seguridad alimentaria, que no desarrollaremos porque amerita capítulo aparte.

Expansión, basuras, minería y desarrollo informal disputan su oportunidad a las formas de vida y economía campesina, poniendo en riesgo un modelo de ocupación que podría llegar a ser sostenible, dada su condición de baja densidad, sistemas productivos campesinos (los que aun perviven), redes sociales de vecindad y parentesco; en fin, en este bode de ciudad, la territorialidad ha sido construida en una dinámica histórica adversa a la campesinidad como opción cultural.

La falacia de la nueva ruralidad

La dinámica rural adquiere una importancia mayor por sus externalidades y enlaces intersectoriales, y por el papel articulador de una economía diversificada y de vínculos urbano-rurales, permitiendo entender que su importancia estriba en su impacto sobre una población mucho mayor que aquella dependiente directamente de su actividad productiva[3], esta lectura de la corriente que expone la teoría de la nueva ruralidad, lo hace desde la visión de la ruralidad como desarrollo agroindustrial, con tecnologías que contribuyen al monocultivo y a la economía de escala para asegurar la productividad, y por supuesto la rentabilidad de la inversión. Una visión que nace del Programa de Naciones Unidas sobre Medio Ambiente (PNUMA), quien promueve proyectos en el marco de la Iniciativa de Economía Verde (IEV). Este proyecto define a una economía verde como el resultado de mejoras en el bienestar humano y equidad social, al mismo tiempo que se reducen los riesgos ambientales y la escasez ecológica[4].

En plata blanca, el mercado se impone en una lógica de demanda y oferta, por encima de la seguridad y soberanía alimentaria, actuando en consecuencia. Desde esta perspectiva, predominan las grandes inversiones en tierras preferiblemente llanas que permitan su mecanización e industrialización, se producen y acaparan semillas manipuladas para la producción de un solo ciclo productivo y generar dependencia al mercado de semillas, insumos, agroquímicos, etc.

Este modelo se exhibe como la salvación a las hambrunas mundiales y superar la pobreza. En la ruralidad del Distrito Capital, es posible ver un ejemplo en la agroindustria de flores, al norte de la ciudad en la localidad de Suba, bajo estos preceptos de eficiencia, productividad y rentabilidad, se hacen los mayores aportes de fungicidas y agroquímicos a los acuíferos de mayor importancia. Por contraste las áreas rurales del sur se destacan por configurar propiedades pequeñas de parcelas y minifundios en laderas y zonas de subpáramo, con prevalencia de economías familiares que merecen unas políticas públicas de soporte a las condiciones particulares, potenciando la producción agroecológica y la permacultura como opción de vida

Hay que decir que pese a las antiquísimas prácticas de cultivo en sistemas productivos campesinos que se ejercían por herencia cundiboyacense, estas han ido perdiéndose para ser suplantada por el tractor, el monocultivo y el uso intensivo de agroquímicos, en contravía de sus prácticas culturales tradicionales. Este sistema insostenible e insustentable, es adicionalmente impracticable en nuestras áreas montañosas, con alternancia de ecosistemas estratégicos y de minifundio, que se destacan en la ruralidad y que pujan por pervivir ante la presión de ocupaciones informales.

 

Territorio vs disposición de suelo urbanizable

La ciudad avanza, discurre, se impone a los límites del perímetro de servicios. No solo aquella planificada, ordenada y habilitada con servicios, espacio público e infraestructura para garantizar calidad de hábitat, más bien hablamos de aquella que se hace mediante el loteo ilegal, la informalidad y la ocupación ilegal de rondas de ríos y quebradas, adentrándose a las áreas rurales. Esto sucede como efecto de uno de los principales conflictos socioambientales, el del acceso al uso y disfrute del suelo en la ciudad, en razón a la especulación en los precios del suelo. En tanto los urbanizadores ilegales ofrecen lotes de 72m2 a precios aproximados de 25 mil pesos metro de tierra, para construir una vivienda unifamiliar levantada por autoconstrucción, lo cual se ajusta a las posibilidades de amplios sectores poblacionales, la vivienda de interés social se acerca al millón de pesos metro cuadrado construido y esto en las zonas de periferia, pues en el centro y norte oscilan los precios entre cinco y doce millones metro cuadrado, respectivamente; en consecuencia, la segregación se agudiza y la ilegalidad campea sin que la regulación y el control por parte del Estado se ejerzan efectivamente.

El típico patrón de ocupación que se viene imponiendo, demanda de una construcción colectiva Comunidad-Entidades de estrategias de contención y de definición y manejo del borde urbano-rural.

La polarización rural-urbano en sus dimensiones cultural, geográfica y territorial, reflejada en la inversión y presencia Estatal, obedece a la visión de opuestos de estos dos sistemas; sin duda, otro de los factores de polarización que está ocurriendo en la ruralidad, especialmente en el borde urbano-rural es el conflicto por acceso al agua, este servicio que no puede ser extendido más allá del perímetro de servicios, ocasiona una presión de la población asentada en la informalidad a los acueductos veredales que a duras penas pueden garantizar, por su propia gestión, un servicio a las familias de sus veredas. Dicha polarización conlleva a las diferencias y en ocasiones a conflictos sociales entre citadinos y campesinos, expresada en calidad de vida, acceso a servicios, dinámica económica e inversión pública.

Disminuir esta polarización para dar el salto a la complementariedad, exige una voluntad de administración compartida del territorio, esto es alianza público-sociales para consolidar el modelo de ocupación campesina en la ruralidad, con medidas que motiven la recuperación de los sistemas productivos tradicionales.

 

Sustentabilidad ambiental de los sistemas productivos campesinos

La atención que requiere la zona rural, no responde única y exclusivamente a las necesidades manifiestas de la población campesina, sino a la importancia de dicho territorio como oferta ambiental y alimentaria. Aun cuando para el Distrito Capital es más representativa la oferta ambiental que la alimentaria por cuanto la viabilidad del crecimiento de la ciudad depende de la oferta hídrica, es claro que el fortalecimiento de los sujetos sociales que están en condiciones de hacerla posible, podría afirmarse en su propia soberanía alimentaria.

Por su potencialidad, el sector rural como territorio, es estratégico en el desarrollo integral de la ciudad. La inversión en el desarrollo de los territorios rurales tiene la más alta rentabilidad económica y social, lo que se opone a las ideas compensatorias y asistencialistas y conduce a la necesidad de definir estrategias de desarrollo rural integrales y referidas al territorio, más que a la actividad económica agropecuaria.

Es éste un tema de carácter nacional, nada fácil de reorientar, pero con posibilidades de iniciar un proceso de reconocimiento e identidad propia en el Distrito Capital, como una apuesta de gobernabilidad del mismo, teniendo en cuenta que este territorio tiene un ingrediente más y es el conflicto político que alberga.

El concepto de territorio tiene una connotación amplia y multidimensional, de construcción social, apropiación e identidad cultural, donde se reconocen relaciones entre lo sociocultural y las dimensiones ecosistémicas e institucionales, que se traduce en capacidad de gestión que otorga sentido y significación simbólica a la ocupación del suelo, las interrelaciones entre lo rural-urbano, entonces plantea un hecho significativo y es que lo rural no es solamente agricultura y población dispersa. La visión territorial de lo rural es un modelo de vida que permite visualizar la multiplicidad de funciones vinculadas al desarrollo agrícola, pecuario y artesanal, a los servicios, a la cultura, a la conservación de la biodiversidad y de los servicios ecosistémicos.

La relación urbano-rural es complementaria e interdependiente. Este reconocimiento debería servir al propósito de incrementar el respeto mutuo, de tal manera que el crecimiento urbano no menoscabe la riqueza sociocultural y ambiental de lo rural. Este enfoque demanda una política gubernamental con instituciones fuertes que aseguren la administración compartida del territorio. Es poco usual pensar en que la planeación, la gestión y el control del territorio sea un ejercicio compartido con las comunidades, sin embargo en el caso del territorio rural es muy claro que pautar a distancia el comportamiento de particulares y comunidades no ha sido un ejercicio afortunado: se desconoce el territorio en escalas muy generales y, además, la actuación distrital compartimentada impide construir las sinergias necesarias para actuar en espacios cuya sostenibilidad ambiental, económica y cultural depende de equilibrios delicados. Este proceso de aproximación a la ruralidad es más fácil, eficiente y legítimo si se hace en interlocución y acuerdo con las organizaciones campesinas.

Las comunidades campesinas de la ruralidad reclaman presencia estatal, su capacidad organizativa a través de sus redes naturales: el parentesco, el compadrazgo y el paisanaje y por supuesto su arraigo a la tierra, su identidad como campesinos, conformando un tejido social que confluye alrededor del territorialidades locales. Gracias a esta capacidad y conocimiento del territorio se gestiona el ordenamiento y resuelven conflictos, hasta donde es posible ante los intereses privados.

El momento actual ofrece una posibilidad de poner a prueba la voluntad política para traducir en la política de ruralidad y en el ajuste al POT, las estrategias de manejo del borde urbano-rural, privilegiar la seguridad alimentaria, la cultura y modelo campesino de ocupación, antes que la expansión urbana, finalmente, compartir la administración del territorio.

Un enfoque de esta naturaleza tiene como soporte el principio de complementariedad, en tanto la zona rural se constituye para la ciudad en el garante de la oferta de servicios ecosistémicos y alimentarios, a su vez la ciudad le retribuye con oferta de servicios sociales básicos. Esta es la manera como la zona rural puede cumplir su papel de conector entre la ciudad y la región, en la medida que se brinden las condiciones de habitabilidad a las comunidades campesinas y de regulación al crecimiento urbano.


[1] Garcia Canclini, Nestor “Consumidores y Ciudadanos” Grijalbo editores, México 1995

[2] Galeano, Eduardo incorporó el concepto “ninguneo”, para caracterizar el tratamiento de los países desarrollados con el llamado tercer mundo, especialmente con latino América.

[3] NIÑO Carrillo, Lucy Amparo Directora de Desarrollo Rural del Ministerio de Agricultura. Estrategias de Desarrollo rural para una nueva ruralidad. Seminario Internacional: LA Nueva Ruralidad en América Latina. 2.001, PUJ

[4] Nadal, Alejandro. Periódico Jornada. www.jornada.unam.mx/2012/01/11/ind

 

Publicado en Agosto 20 de 2013| Compartir
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