Cuando Santos llegó a la presidencia de Colombia en 2010, los sectores sociales especialmente rurales creían que respirarían más tranquilos por los nuevos aires que traería el proceso de negociación con las FARC; adicionalmente este gobierno se presentó como un gran reformador que beneficiaría a las poblaciones rurales. Para ello construyó, por lo menos en el papel, las locomotoras para el desarrollo, pero la mayoría de ellas se descarrilaron en el camino y solo sobrevivieron la minero energética y algunos vagones del sector rural, especialmente que contenían el modelo de desarrollo que legitima y profundiza la concentración de la tierra y que promueve la producción agroindustrial.
En el primer cuatrenio del gobierno Santos se impulsó la transformación del campo especialmente en las zonas de mayor conflicto a través de la Política Nacional de Consolidación Territorial (PNCT), basada en la acción integral en estas zonas, la presencia institucional del Estado, del sector privado y de la cooperación internacional, con el fin de consolidar y reconstruir los territorios, con la participación ciudadana, pero con una lógica de contrainsurgencia y control militar. En realidad esta consolidación no logró restablecer el pleno funcionamiento del modelo económico y el orden vigente, y se estancó debido a la falta de voluntad política y presencia eficaz del Estado a través de los ministerios responsables.
La política rural del gobierno de Santos ha sido una continuación del modelo que estableció el gobierno de Uribe. Camilo Gonzalez muestra como el actual gobierno ha venido redefiniendo los conceptos de territorio y de ruralidad, que van más allá de las actividades agropecuarias, y los define como espacios para la explotación de recursos naturales, fortaleciendo los conceptos de competitividad social, economía territorial, redefinición de la función de la producción y la rentabilidad, capital ambiental y social, oferta y demanda de bienes ambientales. La ruralidad territorial desde el gobierno, prioriza los modelos agroindustriales, la investigación biotecnológica transnacional, la explotación de recursos forestales, acuáticos y los mineros energéticos; todo esto integrado por la institucionalidad, y el papel del Estado, priorizando la adecuación de la infraestructura de comunicación multimodal y la protección del sector financiero y de los inversionistas. Ahora la estrategia del gobierno de Santos, para estar en sintonía con el proceso de negociación de la paz con la insurgencia, ha transformado su lenguaje frente a la política rural y ahora se habla de “Paz Territorial”, pero, estamos muy lejos de lograr un territorio de paz.
El proceso de negociación de paz del Gobierno Nacional y las FARC, cuenta con un borrador de acuerdo general que se denomina “Hacia un nuevo campo Colombiano: la reforma rural integral”, que incluyen puntos estratégicos como el acceso y uso de la tierra, programas de desarrollo con enfoque territorial, infraestructura adecuada de tierras, estímulo a la producción para el desarrollo, entre otras; que plantea la implementación de políticas rurales que beneficiarían a las comunidades campesinas y grupos étnicos.
Pero cuando se mira lo que se aprobó en el Plan Nacional de Desarrollo 2014 – 2018 en su capítulo “Mecanismos para la transformación del campo”, resulta contradictorio con lo que hasta ahora se ha acordado en la Habana sobre la política rural; es así como el gobierno nacional ha borrado con el codo lo que ha acordado con la mano. El PND se concentra en la promoción del desarrollo minero energético, de infraestructura y en el sector agroindustrial, y otorga demasiada seguridad jurídica a las inversiones de capitales nacionales y extranjeras, mediante la declaratoria de utilidad pública, en contravía de los derechos de las tierras y territorios de las poblaciones campesinas y étnicas. El PND contradice los acuerdos de paz, puesto que hablan de la creación de un fondo de tierras para la democratización de la tierra y el acceso de la propiedad a favor de los campesinos y pueblos étnicos. Pero con las reservas sobre baldíos, se pondría en peligro la disponibilidad de los predios para alimentar este fondo, ya que se priorizará la destinación de estas reservas para la agroindustria. Además se incluyen las zonas de reserva forestal como objeto de sustracción, lo cual atenta contra los derechos de los ocupantes históricos de estas tierras baldías.
Uno de los aspectos más críticos del nuevo PND, planteado por Jhennifer Mojica es el establecimiento de áreas para la ejecución de Proyectos de Interés Nacional y Estratégicos (PINES), como los de infraestructura vial y energética, en donde opera un saneamiento automático de todas la ilegalidades en la cadena de propiedad y en donde es imposible jurídica y materialmente restituir los predios a las víctimas del despojo. Igualmente se crea las Áreas de Reserva para el Desarrollo Minero, que serán fijadas por la Agencia Nacional de Minería, que sería la encargada de delimitar las áreas especiales que se encuentran libres, lo que impediría la titulación de tierras a los campesinos y la restitución de victimas que fueron despojadas en estas zonas; también se permitirían proyectos mineros “legales” en zonas de protección y de potencial agropecuario.
El modelo de desarrollo rural impulsado por el PND rural es el de la agroindustria a gran escala, mediante la creación de un marco especial sobre administración de tierras de la nación. Este plan contiene polémicos aspectos como: Se asigna al Incoder la potestad de crear reservas sin ningún criterio o parámetro de selección, sustrayéndose de su deber de adjudicar tierras a la población campesina y étnica; se amplía la posibilidad de constituir reservas sobre todo tipo de baldíos, sin importar si están o no ocupados, incluso sobre los cuales las poblaciones campesinas y étnicas tienen expectativas de reconocimiento de derechos territoriales; se elimina los requisitos para adjudicación de baldíos reservados, puesto que la Unidad Agrícola Familiar ya no sería el límite máximo para la adjudicación de tierras a los empresarios agroindustriales; se prioriza la actualización del catastro rural y la formalización de la propiedad de la tierra, y también se incluye como destinatarios a trabajadores agrarios de escasos recursos de forma individual y asociativa y deja la posibilidad de las alianzas productivas asimétricas dentro de las cadenas productivas, y condicionada a la implementación de tecnologías de punta, la utilización de semillas certificadas y transgénicas, entre otras; en donde el campesino queda subordinado a los grandes empresarios.
Resaltamos en este número el estudio reciente de la Procuraduría General de la Nación, en el que se evidencia el fracaso de la políticas de tierras en cabeza del Incoder, en el cual corrobora el aumento en la concentración de la tierra en Colombia y muestra cómo el desmonte de la institucionalidad del campo, llevó a la creación del Incoder, que es una entidad sobrecargada, centralizada, ineficáz y con altos índices de corrupción. Muestra como en Colombia al no tener un inventario actualizado de baldíos y al no intervenir la baja formalización en la posesión de tierras, se ha facilitado sistemáticamente el despojo de ocupantes.
En todo este escenario, se presentan los resultados del censo nacional agropecuario, el cual evidenció que existe una situación mucho más crítica en el campo colombiano. Es así como para 2014, el índice de pobreza multidimensional en el campo es del 44,7 por ciento, el doble del registro total nacional. También resulta muy preocupante que la fuerza de trabajo joven está abandonando el campo, porque no ve allí posibilidades de futuro. El Censo corroboró el alto grado de concentración de la tierra. Es así como el 70 por ciento de las unidades de producción agropecuaria (UPA) tienen menos de 5 hectáreas y ocupan menos del 5 por ciento del área censada, mientras que terrenos de más de 500 hectáreas están en manos del 0,4 por ciento de los propietarios y representa el 41,1 por ciento de las 113 millones hectáreas censadas. También se confirma que del total del área rural, el 80,4 por ciento se dedica a pastos, mientras que solo el 19,1 por ciento a cultivos; esto corresponde a un poco más de 7 millones de hectáreas. De esta área de uso agrícola, se destina a cultivos permanentes, el 74,8 por ciento, y solo el 16 por ciento corresponde a cultivos transitorios. Destaca la profunda crisis por la que atraviesa la economía campesina y la producción nacional de alimentos, puesto que históricamente los pequeños agricultores habían sido los proveedores de cerca del 70 por ciento de los alimentos básicos, pero las fallidas políticas rurales han llevado a que actualmente el país esté importando más del 28 por ciento de la comida, sin contar los considerables volúmenes de alimentos que entran de contrabando.
En este número de la revista Semillas, buscamos develar el telón de fondo que tiene la política de tierras y desarrollo rural del actual gobierno, la cual bajo el velo y el discurso de política de “paz territorial”, se pretende revivir las fallidas locomotoras que reiterativamente han llevado al campo colombiano a su más profunda crisis. No obstante, queda la esperanza que en medio de este caos, en el país muchos pueblos y comunidades rurales están reconstruyendo sus sistemas productivos, recuperando y defendiendo sus semillas criollas, su soberanía y autonomía alimentaria y por todo el país se están fortaleciéndose las acciones de resistencia y de construcción de un nuevo país incluyente y con derechos, frente a este modelo avasallador, que pretende convertir a los campos de Colombia en una inmensa maquila agroindustrial y minera, expulsora de indígenas, afrodescendientes y campesinos.
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